La Amiga que Nunca Fui
—¿Por qué me lo dices ahora, Lucía? —La voz de Mariana retumbó en el pequeño departamento, tan fría y cortante como el viento que se colaba por la ventana mal cerrada.
Yo no podía mirarla a los ojos. Sentía el corazón en la garganta, las manos temblorosas y la boca seca. Afuera, la lluvia golpeaba el asfalto de la colonia Narvarte, y cada trueno parecía marcar el ritmo de mi respiración entrecortada.
—No lo sé… —susurré, apenas audible. Quería explicarle, decirle que llevaba semanas, meses, con ese peso en el pecho, pero su mirada me detenía. Era una mirada que no reconocía, llena de decepción y rabia, como si de pronto yo fuera una extraña.
Todo había comenzado como cualquier otro viernes. Salimos del trabajo y, como siempre, nos fuimos al café de la esquina, ese que huele a pan dulce y café quemado. Mariana pidió su concha favorita y yo, un café americano. Hablábamos de todo y de nada: del jefe que nos explotaba, de los sueños de irnos de viaje a Oaxaca, de los hombres que nos rompieron el corazón. Pero esa tarde, yo no podía concentrarme. Sentía que el secreto me quemaba por dentro.
Cuando llegamos a mi departamento, Mariana se quitó los zapatos y se tiró en el sillón, como si fuera su casa. Y lo era, en cierto modo. Éramos inseparables desde la prepa. Habíamos compartido todo: risas, lágrimas, fiestas, hasta los mismos novios, aunque nunca al mismo tiempo… o eso creía ella.
—¿Te pasa algo? —me preguntó, notando mi silencio.
—Necesito contarte algo —dije, y sentí que el mundo se detenía.
No sé por qué lo hice. Tal vez porque ya no podía más con la culpa, o porque sentía que nuestra amistad merecía la verdad. Le conté todo: que hace dos años, cuando ella y Daniel terminaron por primera vez, él y yo nos besamos en una fiesta. Que fue solo una vez, que yo estaba borracha, que me arrepentí al instante. Que nunca se lo dije porque no quería perderla.
El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Mariana me miró como si no me conociera. Se levantó despacio, con una calma que daba miedo.
—¿Por qué me lo dices ahora? —repitió, pero esta vez su voz era de hielo.
—No sé… —repetí, sintiéndome más pequeña con cada palabra.
—¿Sabes lo que duele? —dijo, y su voz tembló por primera vez—. Que confié en ti más que en nadie. Que eras mi familia cuando mi mamá se fue, cuando mi papá se perdió en el alcohol. Y ahora resulta que tú también me traicionaste.
Quise acercarme, abrazarla, decirle que lo sentía, pero ella retrocedió.
—No me toques —susurró.
La lluvia seguía golpeando la ventana. Afuera, los cláxones y las sirenas de la ciudad parecían burlarse de mi dolor. Pensé en todo lo que habíamos pasado juntas: las noches sin dormir estudiando para los exámenes, las veces que me defendió de los bullies en la secundaria, los cumpleaños celebrados con pastel de tres leches y risas interminables.
—Mariana, yo…
—¿Tú qué? ¿Vas a decir que fue un error? ¿Que no significó nada? —Su voz se quebró—. ¿Sabes cuántas veces lloré por Daniel? ¿Cuántas veces me abrazaste y me dijiste que todo iba a estar bien?
No supe qué responder. Me sentí una hipócrita, una traidora. Pensé en mi mamá, en cómo siempre me decía que la verdad era lo más importante, pero nunca me advirtió que la verdad podía destruirlo todo.
Mariana tomó su bolso y se dirigió a la puerta. Por un segundo, pensé que se detendría, que me perdonaría. Pero solo me miró una última vez, con los ojos llenos de lágrimas y rabia.
—No sé si algún día pueda perdonarte, Lucía. Pero hoy… hoy no puedo.
Y se fue. El portazo resonó en todo el edificio, y sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.
Me quedé sentada en el sillón, abrazando mis rodillas, mientras la lluvia seguía cayendo. Pensé en llamarla, en escribirle un mensaje, pero no tenía fuerzas. Solo podía llorar y preguntarme en qué momento todo se había ido al carajo.
Esa noche, mi mamá me llamó. Notó mi voz apagada y me preguntó si todo estaba bien. Le mentí, como siempre. No podía contarle que había destruido la única amistad verdadera que tenía.
Los días siguientes fueron un infierno. En la oficina, Mariana me evitaba. Nuestros amigos comunes notaron la tensión, pero nadie se atrevió a preguntar. Yo fingía estar bien, pero por dentro me sentía vacía. Daniel intentó hablar conmigo, pero lo bloqueé de todos lados. No quería saber nada de él.
Una tarde, mientras caminaba por el Parque México, vi a Mariana sentada en una banca, sola, mirando su celular. Dudé en acercarme, pero algo en su expresión me detuvo. Se veía tan triste, tan perdida, que sentí una punzada de culpa aún más fuerte.
Me di cuenta de que, en el fondo, no era solo mi traición lo que la había herido. Era todo lo que habíamos construido juntas, todo lo que representábamos la una para la otra. En un mundo donde la familia a veces te falla, donde los hombres van y vienen, la amistad era nuestro refugio. Y yo lo había destruido.
Pasaron semanas antes de que Mariana me hablara de nuevo. Fue en el cumpleaños de una amiga en común. Nos miramos desde lejos, incómodas, como dos desconocidas. Al final de la noche, se acercó y me dijo en voz baja:
—No sé si pueda olvidar lo que pasó, Lucía. Pero tampoco quiero seguir odiándote. Solo… dame tiempo.
Asentí, con lágrimas en los ojos. Sabía que nada volvería a ser igual, pero al menos tenía una pequeña esperanza.
Hoy, meses después, seguimos siendo amigas, pero algo se rompió para siempre. La confianza, esa que creíamos inquebrantable, ahora es frágil como el cristal. Aprendí que a veces la verdad no libera, sino que destruye. Y que las heridas más profundas no las causan los enemigos, sino quienes más amamos.
A veces me pregunto: ¿valió la pena decir la verdad? ¿O hubiera sido mejor callar y proteger lo poco que nos quedaba? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?