La casa de los susurros rotos

—¡Mamá, tengo miedo!— El grito de Lucas atraviesa la oscuridad como un cuchillo. Me levanto de golpe, tropezando con una baldosa suelta. El frío del suelo se cuela por mis pies descalzos mientras corro hacia su habitación. La puerta chirría, como si la casa misma se quejara de nuestro sufrimiento.

Lucas está sentado en la cama, abrazando su peluche raído. Sus ojos grandes y húmedos me buscan, suplicando consuelo. Me siento a su lado y lo envuelvo en mis brazos, pero su llanto no cesa. Siento cómo mi corazón se encoge, cómo la impotencia me ahoga.

—Tranquilo, cariño, mamá está aquí— susurro, aunque ni yo misma me lo creo. Porque estoy aquí, sí, pero cada día siento que estoy menos presente, menos capaz. La casa se cae a pedazos y yo con ella.

Desde pequeña soñaba con una familia numerosa, risas en la mesa y paredes llenas de cuadros y vida. Pero la realidad es otra: una casa heredada en un pueblo de Castilla-La Mancha, con goteras en el techo y grietas en el alma. Mi marido, Sergio, se marchó hace dos años buscando trabajo en Valencia y nunca volvió. Al principio llamaba cada semana; ahora apenas responde a mis mensajes.

Mi madre me lo advirtió: —Marina, la vida no es como en las películas. Hay que ser fuerte.— Pero yo no quería ser fuerte, quería ser feliz. Ahora no tengo elección.

Por las mañanas me levanto antes del amanecer para limpiar casas en el pueblo. Dejo a Lucas con mi vecina Carmen, que a veces me mira con lástima y otras con reproche. —Los niños sienten todo, Marina— me dice mientras le dejo a Lucas medio dormido. Yo asiento en silencio, tragando las lágrimas.

El dinero no alcanza. La nevera tiembla de vacío y la caldera lleva meses sin funcionar. En invierno dormimos juntos para darnos calor. Lucas pregunta por su padre cada noche y yo invento historias: que está trabajando mucho, que pronto volverá. Pero sé que miento y eso me duele más que el frío o el hambre.

Un día, al volver del trabajo, encuentro a mi hermana Ana esperándome en la puerta. Su coche reluce bajo el sol del mediodía, un contraste cruel con la fachada desconchada de mi casa.

—Marina, tienes que dejar esto— dice sin rodeos mientras entramos. —No puedes seguir así. Vente a Madrid conmigo. Allí hay oportunidades.—

La miro y siento rabia. ¿Cómo puede entenderlo? Ella tiene un buen trabajo, un piso bonito y ningún hijo al que consolar cada noche.

—No puedo dejarlo todo— respondo seca. —Esta es mi casa.—

Ana suspira y mira alrededor: las paredes manchadas, los juguetes rotos en el suelo, el olor a humedad.

—Esto no es vida.—

No respondo. Sé que tiene razón, pero también sé que irme sería aceptar mi derrota. ¿Y si Lucas no se adapta? ¿Y si en Madrid todo es aún más difícil?

Esa noche discuto con mi madre por teléfono.

—No puedes seguir así, hija. Pide ayuda.—

—¿A quién? ¿A los servicios sociales? ¿Para que me quiten a Lucas?— grito entre sollozos.

—Nadie te va a quitar a tu hijo.—

Pero el miedo está ahí, agazapado como una sombra.

Los días pasan entre rutinas agotadoras y noches sin sueño. Lucas sigue llorando cada madrugada. A veces pierdo la paciencia y le grito. Luego me encierro en el baño y lloro yo también.

Un sábado por la tarde, mientras intento arreglar una fuga bajo el fregadero, Lucas aparece con un dibujo.

—Mira, mamá, somos tú y yo en una casa grande.—

Miro el papel: dos figuras sonrientes bajo un techo rojo brillante. Me arrodillo y lo abrazo fuerte.

—¿Tú crees que algún día tendremos una casa así?— le pregunto.

Lucas asiente convencido.

Esa noche decido escribirle a Sergio una última vez:

«Lucas te necesita. Yo te necesito. No puedo más sola.»

No recibo respuesta.

Al día siguiente Carmen me invita a merendar con su familia. Me siento torpe entre tanta alegría ajena, pero Lucas juega con sus hijos y por un momento olvido mis problemas.

Carmen me toma la mano:

—No estás sola, Marina. Todos necesitamos ayuda alguna vez.—

Me echo a llorar delante de todos. Siento vergüenza pero también alivio.

Esa semana Ana vuelve a llamarme:

—He encontrado un trabajo para ti en Madrid. Es de limpieza pero pagan mejor.—

Dudo mucho tiempo esa noche. Miro a Lucas dormido y pienso en su dibujo.

¿Y si esta ruina no es nuestro destino? ¿Y si aún puedo construir algo mejor para él?

Al final decido intentarlo. Empiezo a hacer maletas con miedo pero también con esperanza.

Antes de irnos, me despido de Carmen y de mi madre entre abrazos y lágrimas.

En el tren hacia Madrid, Lucas mira por la ventana y sonríe:

—Mamá, ¿crees que allí seremos felices?—

Le aprieto la mano y le respondo:

—No lo sé, cariño… Pero vamos a intentarlo juntos.—

A veces me pregunto: ¿cuántas madres habrá como yo en España? ¿Cuántas callan su dolor por miedo o vergüenza? ¿De verdad está mal pedir ayuda cuando ya no puedes más?