El fin de semana de mi suegra: ¿Solo soy la criada en mi propia casa?

—¿Otra vez tú, Carmen? ¿No ves que el suelo está sucio? —La voz de mi suegra, Mercedes, retumba en la cocina como un trueno. Es sábado por la mañana y ni siquiera he terminado el primer café. Mi marido, Luis, ni se inmuta. Está sentado en el salón, viendo el telediario, como si la llegada inesperada de sus padres fuera lo más normal del mundo.

Respiro hondo. Me repito que no debo perder los nervios. Pero llevo años tragando saliva, sonriendo cuando lo único que quiero es gritar. Mercedes y Antonio, sus padres, aparecen sin avisar casi cada fin de semana. Siempre con la misma excusa: “Venimos a ver a los niños”. Pero los niños ya son adolescentes y apenas les hacen caso. La verdad es que vienen a controlar, a juzgar, a recordarme que nunca estaré a la altura de su hijo.

—¿Has puesto ya la lavadora? —insiste Mercedes, mirando de reojo la pila de ropa.

—Sí, ahora mismo la pongo —respondo, bajando la mirada.

Luis ni se gira. Sé que espera que yo lo gestione todo. Que sea la anfitriona perfecta, la madre ejemplar, la esposa sumisa. Y yo… yo me he ido borrando poco a poco. Ya no sé quién soy cuando me miro al espejo. Solo veo a una mujer cansada, con ojeras y el corazón encogido.

Recuerdo cuando nos mudamos a este piso en Vallecas. Era pequeño pero nuestro. Pintamos las paredes juntos, elegimos los muebles con ilusión. Yo tenía sueños: quería volver a trabajar en la biblioteca municipal, retomar mis estudios de Historia del Arte. Pero después llegaron los niños, luego el trabajo de Luis —siempre tan exigente— y las visitas constantes de sus padres. Mi vida se fue llenando de tareas ajenas y vaciando de mí misma.

—Carmen, ¿dónde están las toallas limpias? —grita Antonio desde el baño.

Me sobresalto. Siento una punzada de rabia. ¿Por qué nadie les dice nada? ¿Por qué tengo que ser yo siempre la que resuelve todo?

Me acerco al salón y miro a Luis.

—¿Puedes ayudarme un momento? —le pido en voz baja.

Él ni siquiera aparta la vista del televisor.

—Ahora voy, Carmen. Déjame terminar esto.

Mercedes me lanza una mirada cargada de reproche.

—Antes las mujeres no se quejaban tanto —murmura.

Me muerdo el labio para no llorar. Siento que me ahogo en mi propia casa. Me pregunto cuándo fue la última vez que alguien me preguntó cómo estoy, qué quiero, si soy feliz.

A mediodía preparo la comida para todos: cocido madrileño porque sé que a Mercedes le gusta así, con garbanzos y chorizo extra. Mientras remuevo la olla, escucho cómo critican en voz baja la decoración del salón, el desorden de los libros de los niños, incluso mi forma de vestir.

—Antes Carmen se arreglaba más —dice Mercedes.

Antonio asiente.

—Las mujeres jóvenes ya no son como antes.

Siento una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué tengo que aguantar esto? ¿Por qué Luis nunca me defiende?

Durante la comida intento sacar un tema neutro:

—¿Habéis visto que han abierto una exposición nueva en el Prado?

Mercedes me corta enseguida:

—¿Y cuándo piensas buscarte un trabajo serio? Eso de los museos es un capricho.

Luis ni pestañea. Mastica en silencio.

Esa noche no puedo dormir. Doy vueltas en la cama mientras escucho los ronquidos de Luis. Me siento invisible, como si fuera un mueble más del piso. Recuerdo a la Carmen de hace años: alegre, llena de ideas, con ganas de comerse el mundo. ¿Dónde quedó esa mujer?

Por la mañana decido salir a dar un paseo sola. Necesito aire. Camino por el parque y veo a otras mujeres charlando animadas en un banco. Me pregunto si alguna se siente como yo: atrapada entre las expectativas ajenas y sus propios deseos olvidados.

Cuando vuelvo a casa, encuentro a Mercedes en la cocina criticando el desayuno que han preparado los niños.

—Tu madre no les enseña nada —le dice a Luis.

Algo dentro de mí se rompe.

—¡Basta ya! —grito sin poder contenerme—. Estoy harta de sentirme una extraña en mi propia casa. Harta de que nadie valore lo que hago, harta de ser invisible.

El silencio es absoluto. Luis me mira sorprendido; Mercedes abre los ojos como platos; Antonio deja caer la taza sobre el plato.

—Carmen… —balbucea Luis—, no hace falta ponerse así…

—¿No hace falta? —le interrumpo—. ¿Sabes cuántas veces he callado para no molestar? ¿Cuántas veces he dejado mis sueños por cuidaros a todos? ¿Y tú? ¿Cuándo has estado tú para mí?

Mercedes intenta intervenir:

—Las familias son así…

—No —la corto—. Las familias también cuidan a las madres. También preguntan cómo están y qué necesitan.

Me tiembla todo el cuerpo pero no bajo la mirada. Por primera vez en años siento que recupero mi voz.

Luis se levanta despacio y se acerca a mí.

—No sabía que te sentías así…

—Pues ya lo sabes —respondo con lágrimas en los ojos—. Y si no cambia algo, no sé cuánto más podré aguantar.

El resto del fin de semana pasa en silencio incómodo. Mercedes y Antonio se van antes de lo habitual. Luis intenta hablar conmigo pero le digo que necesito tiempo para pensar.

Esa noche me miro al espejo y apenas me reconozco: estoy agotada pero también orgullosa por haberme defendido al fin.

¿De verdad tenemos que sacrificar nuestra felicidad para cumplir con lo que esperan los demás? ¿Cuántas mujeres más viven sintiéndose invisibles en su propia casa?