No soy vuestra criada: La historia de una mujer de Zaragoza
—¿Por qué no has preparado aún la comida, Lucía? —La voz de mi suegra retumba en la cocina como un trueno inesperado. Son las dos y media, y el arroz todavía no está en la mesa. Siento cómo la rabia me sube por la garganta, pero solo consigo apretar los labios y mirar el reloj.
Ocho años llevo casada con Manuel. Ocho años de domingos eternos en casa de su madre, de cenas improvisadas para su hermana Marta, de limpiar la casa mientras ellos ven el fútbol en el salón. Cuando llegué a Zaragoza desde mi pequeño pueblo en Teruel, soñaba con una vida distinta: estudiar, trabajar en una librería, tener hijos cuando yo quisiera. Pero la realidad se impuso como una losa.
—Lucía, ¿puedes plancharme la camisa azul? —grita Manuel desde el dormitorio. Ni siquiera pregunta si tengo tiempo o ganas. Es como si mi existencia girara alrededor de sus necesidades y las de su familia. Me siento invisible, como si fuera un mueble más de esta casa.
Recuerdo la primera vez que conocí a mi suegra, Carmen. Me miró de arriba abajo y dijo: «Espero que sepas cocinar bien, porque a Manuel le gusta comer como en casa». Pensé que era una broma, pero pronto entendí que no lo era. Cada día, una nueva exigencia: «Lucía, ¿has puesto lavadora?», «Lucía, ¿has llamado al médico para mi cita?», «Lucía, ¿puedes cuidar de Marta mientras voy a la peluquería?».
Mi madre me llama a veces y me pregunta si soy feliz. No sé qué contestarle. No quiero preocuparla, pero tampoco quiero mentirle. «Estoy bien, mamá», le digo siempre. Pero por dentro siento que me ahogo.
Una tarde, mientras recogía los platos del almuerzo familiar, escuché a Carmen decirle a Marta:
—Esta chica tiene suerte de estar con Manuel. Él podría haber elegido a cualquiera.
Me temblaron las manos y casi dejo caer los vasos. ¿Suerte? ¿Eso es lo que piensan de mí? ¿Que debo estar agradecida por ser la criada de todos?
Esa noche, cuando Manuel llegó a la cama, intenté hablar con él:
—Manuel, necesito que hablemos. Me siento agotada. Siento que no tengo tiempo para mí, que solo existo para cuidaros a todos.
Él suspiró y se giró hacia la pared:
—Lucía, no exageres. Mi madre solo quiere ayudarte. Además, tú tienes más tiempo libre que yo.
Más tiempo libre… Si supiera lo que significa estar pendiente de todo: la compra, la limpieza, las citas médicas de su madre, los problemas de su hermana con el trabajo… Y mis sueños, ¿dónde quedan?
Un día recibí un correo del Ayuntamiento: habían aceptado mi solicitud para un curso de auxiliar de biblioteca. Era mi oportunidad para empezar algo nuevo, para sentirme útil más allá de estas cuatro paredes. Cuando se lo conté a Manuel, frunció el ceño:
—¿Y quién va a encargarse de la casa mientras tú estudias? Mi madre no puede hacerlo todo.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué nadie pensaba en mí? ¿Por qué siempre era yo la que debía renunciar?
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al salón. Miré las fotos familiares en la estantería: nuestra boda, las vacaciones en Benidorm, las cenas navideñas con toda la familia reunida. En todas ellas sonrío, pero ahora me doy cuenta de que esa sonrisa es cada vez más falsa.
Al día siguiente decidí hablar con Carmen. Quería decirle cómo me sentía, pero cuando entré en la cocina ella ya estaba criticando cómo había dejado los platos:
—Lucía, tienes que fregar mejor. Así no se hace en mi casa.
Respiré hondo y le contesté:
—Carmen, yo hago lo que puedo. Pero también tengo derecho a vivir mi vida y perseguir mis sueños.
Ella me miró como si hubiera dicho una herejía:
—¿Tus sueños? Aquí lo importante es la familia.
Salí de la cocina temblando. Llamé a mi madre y rompí a llorar:
—Mamá, no puedo más. Siento que me estoy perdiendo a mí misma.
Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:
—Hija, nadie va a luchar por ti si tú no lo haces primero.
Esas palabras me dieron fuerzas. Decidí matricularme en el curso aunque nadie me apoyara. Empecé a salir por las tardes para ir a clase. Al principio Manuel protestaba, Carmen murmuraba cosas a mis espaldas y Marta apenas me dirigía la palabra. Pero poco a poco empecé a sentirme viva otra vez.
Un día llegué tarde a casa y encontré a Manuel enfadado:
—¿Dónde estabas? La cena no está hecha y mi madre ha tenido que preparar algo para todos.
Le miré a los ojos y le dije con voz firme:
—No soy vuestra criada. Soy tu mujer, pero también soy Lucía. Y tengo derecho a ser feliz.
Hubo un silencio incómodo. Por primera vez vi en sus ojos algo parecido al miedo o al respeto.
Ahora han pasado seis meses desde aquel día. Sigo estudiando y he empezado a trabajar algunas horas en la biblioteca del barrio. La relación con Manuel es tensa; no sé si nuestro matrimonio sobrevivirá a este cambio. Pero por primera vez en años siento que respiro aire fresco.
A veces me pregunto si he sido egoísta por pensar en mí misma. Pero luego recuerdo las palabras de mi madre y me repito: nadie va a luchar por mí si yo no lo hago primero.
¿Y vosotros? ¿Cuántas veces habéis sentido que os perdéis por cuidar siempre de los demás? ¿Dónde está el límite entre amar y olvidarse de uno mismo?