¿De verdad soy una mala abuela?
—¡Rosa, no puede ser que le hayas dado otra vez bocadillo a Valentina! —gritó Mauricio, mi yerno, desde la puerta de la cocina, con la voz temblando entre rabia y cansancio.
Yo estaba sentada en la mesa, viendo a mi nieta reírse con la boca manchada de arequipe. El sol de la tarde entraba por la ventana, iluminando el mantel de flores que yo misma bordé hace años. Sentí el corazón apretarse, como si me hubieran pillado haciendo algo terrible, aunque solo era una cucharadita de dulzura en la vida de mi niña.
—Mauricio, solo fue un poquito. Mira cómo se alegra —intenté defenderme, pero él ya había cruzado la cocina y tomado a Valentina de la mano.
—Mamá, no entiendes. El doctor dijo que tiene que cuidarse, que no puede comer tanto azúcar. ¿Por qué no me escuchas? —me dijo mi hija, Andrea, con los ojos llenos de preocupación y algo de vergüenza.
Me quedé callada. ¿Cómo explicarles que para mí, darle un dulce a mi nieta era como regalarle un pedacito de mi infancia? Cuando yo era niña, los dulces eran un lujo, algo que solo llegaba en las fiestas patronales o cuando mi papá vendía una vaca. Ahora, con lo poco que tengo, lo único que quiero es ver a Valentina feliz, aunque sea por un momento.
Mauricio se llevó a Valentina esa tarde. No me dejaron despedirme. Cerraron la puerta con un golpe seco y el silencio se quedó flotando en la casa. Me senté en la mecedora, mirando el patio donde jugaba mi nieta, y sentí que el mundo se me venía encima.
Esa noche, no pude dormir. Escuchaba el tic-tac del reloj y pensaba en todas las veces que mi mamá me regañó por consentir demasiado a mis hijos. «Así los malcrías, Rosa», me decía. Pero yo solo quería darles lo que a mí me faltó: cariño, dulzura, un respiro de la vida dura del campo.
Al día siguiente, Andrea me llamó. Su voz era fría, distante.
—Mamá, Mauricio y yo hemos decidido que Valentina no puede ir más a tu casa por un tiempo. Necesita cuidarse y tú no entiendes los límites.
—¿Por un dulce me van a quitar a mi nieta? —le pregunté, con la voz quebrada.
—No es solo eso, mamá. Es que no respetas nuestras decisiones. Siempre crees que sabes más que nosotros.
Colgué el teléfono sin decir nada más. Me sentí vieja, inútil, como si todo lo que había hecho por mi familia no valiera nada. ¿De qué sirve haber criado a tres hijos sola, haber trabajado la tierra hasta que las manos se me llenaron de callos, si ahora no puedo ni ver a mi nieta?
Los días pasaron lentos. El pueblo seguía su ritmo: los gallos cantando al amanecer, las vecinas chismoseando en la tienda, los niños corriendo detrás de una pelota vieja. Pero yo ya no tenía ganas de salir. Me quedaba en casa, mirando las fotos de Valentina pegadas en la nevera.
Una tarde, mi vecina Carmen vino a visitarme. Me encontró llorando en la cocina.
—¿Qué te pasa, Rosa? —me preguntó, sentándose a mi lado.
Le conté todo, desde el primer dulce hasta la última llamada de Andrea. Carmen me abrazó y me dijo:
—Ay, amiga, eso pasa en todas las familias. Los hijos creen que saben más, pero uno solo quiere lo mejor para los nietos. No te sientas culpable.
Pero la culpa no se iba. Empecé a dudar de mí misma. ¿Y si de verdad estaba haciendo daño a Valentina? ¿Y si mi forma de querer era anticuada, peligrosa?
Una semana después, Andrea vino sola a la casa. Traía los ojos hinchados y la voz temblorosa.
—Mamá, no quiero pelear más contigo. Pero tienes que entender que Valentina está enfermita. El doctor dice que si sigue comiendo mal puede tener problemas serios. No es por hacerte daño, es por cuidarla.
La miré y sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil? ¿Por qué el amor de abuela se volvía un problema?
—Andrea, yo solo quería verla feliz. No sabía que era tan grave —le dije, con lágrimas en los ojos.
Ella me abrazó y lloramos juntas. Por un momento, sentí que todo podía arreglarse. Pero cuando le pregunté si podía ver a Valentina, me dijo que por ahora era mejor esperar.
Los días se hicieron eternos. Empecé a escribirle cartas a mi nieta, contándole historias de cuando yo era niña, de cómo jugaba en el río y comía guayabas robadas del árbol del vecino. Guardaba las cartas en una caja, esperando el día en que pudiera dárselas.
Un domingo, mientras barría el patio, vi a Mauricio llegar con Valentina. La niña corrió hacia mí y me abrazó fuerte.
—Abuela, te extrañé mucho —me dijo, con esa vocecita que me derrite el alma.
Mauricio se quedó en la puerta, serio.
—Rosa, vine porque Valentina no deja de preguntar por ti. Pero tienes que prometerme que vas a respetar las reglas. Nada de dulces, nada de cosas que le hagan daño.
Lo miré a los ojos y sentí una mezcla de orgullo y resignación.
—Te lo prometo, Mauricio. Solo quiero estar con ella.
Ese día jugamos en el patio, le conté historias y le enseñé a hacer arepas. No hubo dulces, solo risas y abrazos. Pero en el fondo sentí que algo se había roto para siempre. Ya no era la abuela que podía consentir sin miedo; ahora era una abuela vigilada, limitada por reglas que no entiendo del todo.
Por las noches me pregunto si hice bien o mal. Si el amor de abuela puede ser tan peligroso como dicen. Si algún día mis hijos entenderán que todo lo que hago es por amor.
¿De verdad soy una mala abuela por querer ver feliz a mi nieta? ¿O es este el precio que pagamos las abuelas en estos tiempos modernos? ¿Ustedes qué piensan?