Seis años bajo el mismo techo: Entre el sacrificio y la traición

—¿Por qué siempre tengo que ser yo? —me pregunté en voz baja, mientras recogía los restos del desayuno de la abuela Carmen, que me miraba desde su sillón con esos ojos cansados y llenos de historias que ya nadie quería escuchar. El reloj de la cocina marcaba las siete y media de la mañana, y en la casa reinaba ese silencio espeso que sólo se rompe con el crujir de las tostadas o el suspiro resignado de quien sabe que el día será igual que el anterior.

Mi nombre es Lucía, tengo treinta y ocho años y llevo seis años viviendo bajo el mismo techo con mi marido, Andrés, nuestra hija pequeña, y la abuela Carmen. Seis años desde que mi suegra, Pilar, decidió irse a trabajar a Alemania para «ayudar a la familia». Seis años desde que mi vida dejó de ser mía.

—Lucía, ¿me puedes traer un vaso de agua? —la voz temblorosa de Carmen me sacó de mis pensamientos.

—Claro, abuela —respondí, intentando disimular el cansancio en mi voz.

Andrés ya se había ido al trabajo. Siempre salía temprano, antes de que la casa despertara del todo. Decía que era para evitar el tráfico, pero yo sabía que era para evitar las miradas, las preguntas, el peso invisible de una responsabilidad que nunca fue suya porque, en esta familia, las mujeres siempre han sido las cuidadoras.

Al principio pensé que podría con todo. Que cuidar de Carmen sería una forma de agradecerle a la vida por lo poco o mucho que tenía. Pero los días se hicieron meses y los meses años. Y cada vez que Pilar llamaba desde Alemania para preguntar cómo estaba su madre, sentía cómo una rabia sorda me subía por el pecho.

—¿Y tú cómo estás, Lucía? —preguntaba Pilar con esa voz dulce que sólo usan las madres cuando quieren ocultar su culpa.

—Bien, Pilar. Todo bien —mentía yo, porque en esta familia no se habla de lo que duele.

Pero dolía. Dolía ver cómo mi hija crecía entre visitas al médico y noches en vela porque la abuela no podía dormir. Dolía ver cómo Andrés se alejaba poco a poco, refugiándose en el trabajo o en el bar con sus amigos. Dolía sentirme invisible, como si mis necesidades fueran un lujo que nadie podía permitirse.

Una tarde de domingo, mientras preparaba la merienda para todos, escuché a Carmen murmurar algo desde el salón.

—¿Sabes? A veces sueño con tu suegro. Me dice que pronto vendrá a buscarme.

Me quedé helada. No supe qué decirle. ¿Cómo consuelas a alguien que sólo espera morir? ¿Cómo te consuelas tú cuando sientes que tu vida también se está apagando poco a poco?

Esa noche, después de acostar a Carmen y a mi hija, me senté en la cocina con una copa de vino barato y llamé a mi madre.

—Mamá, no puedo más —le confesé entre lágrimas.

—Lucía, tienes que poner límites. Nadie va a cuidar de ti si tú no lo haces primero —me dijo ella con esa sabiduría sencilla de las madres de pueblo.

Pero poner límites en esta casa era como gritarle al mar: nadie te escucha y al final te ahogas igual.

Las cosas empeoraron cuando Pilar anunció que iba a quedarse un año más en Alemania porque «la situación está muy difícil aquí». Andrés ni siquiera protestó. Sólo asintió con la cabeza y volvió a mirar su móvil.

Una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía comprar los pañales para Carmen, exploté.

—¡No soy vuestra criada! ¡No puedo seguir así! —grité delante de Andrés y su madre por videollamada.

El silencio fue absoluto. Pilar balbuceó algo sobre lo agradecidos que estaban, pero yo ya no escuchaba. Andrés me miró como si fuera una extraña.

—Si no te gusta, nadie te obliga a quedarte —dijo él finalmente, con esa frialdad que nunca le había conocido.

Me fui al dormitorio y lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente, Carmen me pidió perdón sin saber muy bien por qué. Mi hija me abrazó fuerte antes de irse al colegio y yo sentí una culpa tan grande que casi no podía respirar.

Empecé a pensar en marcharme. En buscar un piso pequeño para mi hija y para mí. Pero el miedo me paralizaba: miedo al qué dirán, miedo a estar sola, miedo a arrepentirme después.

Un día cualquiera, mientras ayudaba a Carmen a vestirse, ella me miró fijamente y me dijo:

—Lucía, no sacrifiques tu vida por nadie. Yo ya viví la mía. Vive tú la tuya.

No sé si fue un momento de lucidez o simplemente quiso consolarme. Pero esas palabras se me quedaron grabadas como una herida abierta.

Hoy escribo esto mientras Carmen duerme la siesta y mi hija hace los deberes en su cuarto. No sé qué haré mañana ni si tendré fuerzas para cambiar mi vida. Pero sé que no quiero seguir siendo invisible ni sentirme utilizada por una familia que sólo sabe pedir pero nunca dar.

¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestra felicidad por los demás? ¿Dónde está el límite entre el amor y la renuncia? ¿Vosotros también habéis sentido alguna vez que vuestra vida no os pertenece?