El silencio de Lucía: una madre frente al abismo
—¿Por qué no me contestas, Lucía? —mi voz temblaba mientras marcaba su número por décima vez esa mañana. El pitido del móvil resonaba en el silencio de mi piso en Madrid, y la ausencia de respuesta era como un puñal. Lucía nunca había dejado de contestar mis llamadas, ni siquiera cuando estaba de Erasmus en Salamanca o cuando discutíamos por tonterías. Pero llevaba siete días sin saber nada de ella.
La angustia me devoraba. No dormía, apenas comía. Su marido, Sergio, respondía a mis mensajes con monosílabos: “Está bien”, “Está ocupada”. Pero yo conocía a mi hija. Algo no cuadraba. El domingo por la mañana, sin pensarlo más, cogí el coche y conduje las dos horas hasta el pueblo manchego donde vivían desde hacía un año. El aire olía a tierra mojada y a soledad.
Aparqué frente a su casa, una vivienda baja con persianas verdes y geranios mustios en la ventana. Llamé al timbre. Nadie respondió. Golpeé la puerta con fuerza, casi con rabia.
—¡Lucía! ¡Soy mamá! —grité.
Al cabo de unos minutos eternos, la puerta se abrió apenas unos centímetros. Lucía asomó la cabeza. Tenía el rostro pálido y los ojos hinchados.
—Mamá…
—¿Qué pasa? ¿Por qué no contestas? —quise abrazarla, pero ella retrocedió.
—No puedes quedarte mucho rato —susurró, mirando hacia el interior de la casa.
Me colé dentro antes de que pudiera impedírmelo. El salón estaba en penumbra, olía a cerrado y a miedo. Sergio no estaba. Lucía se sentó en el sofá, temblando. Me fijé en sus manos: las uñas estaban rotas, algunas sangraban. Sentí un escalofrío.
—¿Qué te ha pasado en las manos?
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Nada, mamá. Estoy torpe últimamente.
No le creí. Me senté a su lado y le cogí las manos. Noté cómo se estremecía.
—Lucía, dime la verdad. ¿Te ha hecho algo Sergio?
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Negó con la cabeza, pero su cuerpo decía lo contrario.
—No puedo hablar —susurró—. Si se entera…
El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.
—¿Te está haciendo daño? ¿Te ha pegado?
Ella rompió a llorar en silencio, tapándose la boca para no hacer ruido. La abracé fuerte, como cuando era niña y tenía pesadillas.
—Mamá, tengo miedo —me confesó entre sollozos—. No sé cómo salir de esto.
Sentí rabia, impotencia y culpa. ¿Cómo no lo había visto antes? Recordé las veces que Lucía había cancelado nuestras visitas a última hora, las excusas para no venir a Madrid, los mensajes cada vez más breves. Pensé en Sergio: siempre correcto en público, pero con una mirada fría que nunca me gustó.
—Vamos a salir de aquí ahora mismo —le dije—. Haz una maleta pequeña. Yo te ayudo.
Ella dudó.
—No puedo dejarlo todo así…
—¡Sí puedes! —insistí—. Lo importante eres tú.
Mientras recogíamos algunas cosas deprisa, Lucía me contó entre susurros lo que llevaba meses soportando: insultos diarios, control absoluto sobre su móvil y sus redes sociales, amenazas si hablaba con alguien sin permiso. Me enseñó un moretón en el brazo.
—Dice que si le denuncio hará daño a papá o a ti —me confesó.
Sentí un odio visceral hacia ese hombre al que una vez consideré parte de la familia.
Salimos de la casa casi corriendo, mirando atrás como si Sergio pudiera aparecer en cualquier momento. En el coche, Lucía lloraba en silencio mientras yo conducía hacia Madrid con las manos sudorosas y el corazón encogido.
En casa, llamamos al 016 y fuimos a comisaría a denunciarlo. Lucía temblaba mientras relataba su historia ante la policía. Yo le apretaba la mano con fuerza, intentando transmitirle todo mi amor y mi apoyo.
Las semanas siguientes fueron un infierno: llamadas amenazantes de Sergio desde números ocultos, noches sin dormir, miedo constante a que apareciera en cualquier momento. Pero también hubo momentos de esperanza: amigas que reaparecieron para apoyarla, psicólogos que le ayudaron a recuperar la confianza en sí misma, familiares que nos arroparon.
Un día, mientras desayunábamos juntas en la cocina, Lucía me miró y dijo:
—Gracias por venir a buscarme, mamá. Si no hubieras insistido… no sé qué habría sido de mí.
La abracé con lágrimas en los ojos. Aún quedaba mucho camino por recorrer, pero ya no estábamos solas.
Ahora me pregunto cada noche: ¿cómo pude no darme cuenta antes? ¿Cuántas madres hay como yo, ciegas ante el sufrimiento de sus hijas? ¿Y cuántas Lucías siguen atrapadas en el silencio por miedo o vergüenza?
¿Vosotros habríais sabido ver las señales? ¿Qué haríais si vuestra hija os pidiera ayuda así?