Mi padre me cobró alquiler: ahora espera que lo cuide
—¿De verdad vas a dejarme solo, Lucía? —La voz de mi padre retumbó en el pasillo, áspera y cansada, mientras yo recogía mis cosas del salón.
Me quedé quieta, con la mano en la maleta. El olor a café frío y a medicinas flotaba en el aire. Miré el reloj: las siete y media de la tarde, la hora en que solía volver a casa después del trabajo, cuando aún vivía aquí. Pero ahora, después de tantos años, todo era distinto.
—No te dejo solo, papá. Vengo cada día, te traigo la compra, te limpio… —respondí, intentando que mi voz no temblara.
Él suspiró, hundido en su sillón de siempre, ese que compró cuando mamá aún vivía. Me miró con esos ojos grises que siempre parecían juzgarme.
—No es suficiente —dijo—. Soy tu padre. Es tu obligación.
La palabra «obligación» me golpeó como una bofetada. Obligación. Como cuando tenía dieciocho años y me pidió que empezara a pagar alquiler por mi habitación. «Aquí no vive nadie gratis», me dijo entonces. Yo era la única de mis amigas que pagaba por vivir en casa de sus padres. Recuerdo las risas incómodas cuando lo conté en la universidad, las miradas de pena. Pero él nunca cedió.
A veces pienso que todo empezó aquel día, cuando metí mi primer billete de veinte euros en su mano temblorosa. Desde entonces, nuestra relación se llenó de cuentas, de facturas, de reproches silenciosos. Cuando mamá murió, todo empeoró. Él se volvió más seco, más exigente. Yo me marché pronto, buscando aire en un piso compartido en Lavapiés.
Pero ahora, con ochenta y dos años y un ictus reciente, mi padre ya no puede valerse por sí mismo. Los médicos dicen que necesita ayuda constante. Mis hermanos viven lejos: Carmen en Valencia, Sergio en Bruselas. «Tú eres la que está cerca», me dicen por teléfono. «Papá te necesita».
A veces pienso en dejarlo todo y marcharme. Pero entonces lo veo sentado en su sillón, mirando por la ventana como si esperara a alguien que nunca llega. Y me siento atrapada entre el resentimiento y la culpa.
—¿Por qué tengo que ser yo? —le pregunté una noche, incapaz de contenerme—. ¿Por qué nunca fuiste capaz de darme lo que necesitaba? ¿Por qué siempre todo fue una transacción?
Él no respondió enseguida. Se quedó mirando sus manos, manchadas por los años y el trabajo en la fábrica.
—No sabía hacerlo mejor —susurró al fin—. Cuando tu madre murió… yo…
Su voz se quebró y sentí una punzada de compasión. Pero también rabia. Porque nunca supo pedir perdón ni mostrar cariño sin condiciones.
Las semanas pasaron entre visitas al médico, peleas con los papeles de la dependencia y discusiones con mis hermanos por WhatsApp. «Mándale dinero a Lucía», decía Carmen. «Yo no puedo ir ahora».
Una tarde, mientras le cambiaba las sábanas, mi padre me miró fijamente.
—¿Te acuerdas cuando te pedí que pagaras alquiler? —preguntó de repente.
Asentí en silencio.
—Pensé que así aprenderías a ser fuerte. Que no dependerías de nadie nunca —dijo—. Pero quizá me equivoqué.
Me senté a su lado, agotada.
—Quizá sí —le dije—. O quizá aprendí a no esperar nada de ti.
Él bajó la mirada y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—Lo siento, Lucía —susurró—. No supe hacerlo mejor.
Me quedé allí sentada, sin saber si abrazarlo o marcharme para siempre.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las familias que conozco: los padres que lo dan todo sin pedir nada; los hijos que se marchan y nunca vuelven; los abuelos solos en residencias porque nadie puede o quiere cuidarles. Pensé en España, en cómo aquí la familia es sagrada pero también una jaula invisible.
Al día siguiente volví a casa de mi padre con una bolsa de croquetas y pan recién hecho. Él sonrió débilmente al verme entrar.
—Gracias por venir —dijo simplemente.
No sé si algún día podré perdonarle del todo. Ni si podré cuidar de él sin sentirme traicionada por el pasado. Pero sé que cada día tengo que elegir entre el rencor y la compasión.
¿Hasta dónde llega el deber de un hijo? ¿Es posible perdonar cuando las heridas nunca terminan de cerrar?