Entre mi madre y mi esposa: el precio de un corazón dividido
—¿Otra vez vas a cenar con tu madre, Sergio? —pregunté, intentando que mi voz no temblara, aunque sentía el corazón en la garganta.
Él ni siquiera levantó la vista del móvil. —Es que está sola desde que papá murió, Lucía. No puedo dejarla así.
Me quedé de pie en la cocina, con las manos húmedas de fregar los platos y la mirada perdida en la ventana. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con la misma insistencia con la que Carmen llamaba cada noche a nuestro teléfono fijo. Desde que me casé con Sergio hace tres años, su madre se había convertido en una sombra constante en nuestra vida. No había día sin que me comparara con ella: «Tu madre hace mejor la tortilla», «Carmen nunca olvida el aniversario de su boda», «¿Por qué no le pides a tu madre la receta del cocido?».
Al principio pensé que era normal. En España, la familia lo es todo, y las madres tienen un lugar sagrado. Pero poco a poco, la admiración se transformó en una competencia silenciosa. Carmen no perdía oportunidad de recordarme que yo era una recién llegada, una intrusa en la vida de su hijo.
Recuerdo una tarde de domingo, cuando Sergio y yo intentábamos montar una estantería en el salón. Carmen apareció sin avisar, como tantas veces.
—¡Ay, hijo! —exclamó al vernos—. ¿No ves que Lucía no sabe usar el taladro? Mejor lo hago yo.
Sergio sonrió y le pasó la herramienta. Yo me sentí invisible, como si mi presencia fuera un estorbo. Cuando Carmen terminó, me miró con una sonrisa triunfal.
—No te preocupes, Lucía. Ya aprenderás —dijo, dándome una palmadita en el hombro.
Esa noche discutimos. Yo le pedí a Sergio que pusiera límites, que defendiera nuestro espacio. Él solo suspiró.
—Es mi madre, Lucía. No puedo decirle que no venga.
A veces me preguntaba si realmente estaba casada con él o con los dos. Las cenas familiares eran un campo de batalla disfrazado de sobremesa. Carmen criticaba mi forma de vestir, mi trabajo como profesora de primaria —»Eso no es una carrera de verdad»— y hasta cómo doblaba las servilletas.
Mi madre intentaba animarme por teléfono:
—Tienes que ser paciente, hija. Las suegras españolas son así. Con el tiempo te aceptará.
Pero yo sentía que cada día perdía un poco más de mí misma. Empecé a evitar las reuniones familiares, a inventar excusas para no ir a casa de Carmen los domingos. Sergio lo notó y se enfadó.
—No entiendo por qué tienes que ser tan orgullosa —me reprochó una noche—. Mi madre solo quiere ayudarnos.
—¿Ayudarnos? —repliqué—. Lo único que hace es meterse en todo y hacerme sentir menos.
La tensión crecía como una tormenta en verano. Una tarde, después de una discusión especialmente dura, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Me miré al espejo y apenas me reconocí: ojeras profundas, labios apretados, el brillo de mis ojos apagado por la tristeza.
Un día decidí hablar con Carmen directamente. La cité en una cafetería del centro.
—Carmen —empecé, con la voz temblorosa—, necesito pedirte algo. Quiero que respetes nuestro espacio como pareja.
Ella me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—¿Me estás diciendo que estorbo? —preguntó, ofendida.
—No es eso… Solo quiero que Sergio y yo podamos construir nuestra vida juntos sin sentirnos vigilados o juzgados.
Carmen se levantó bruscamente y se fue sin despedirse. Esa noche llamó a Sergio llorando y él llegó a casa furioso.
—¿Cómo has podido hacerle eso a mi madre? —gritó—. ¡Está destrozada!
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. ¿Dónde estaba mi lugar en esta familia? ¿Por qué tenía que elegir entre mi dignidad y la paz?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Sergio apenas me hablaba y Carmen dejó de visitarnos, pero ahora llamaba aún más veces al día. Yo me refugié en mi trabajo y en largas caminatas por el Retiro para no pensar.
Una tarde encontré a Sergio sentado en el sofá, mirando una foto antigua de él con su madre y su padre.
—No sé qué hacer —susurró—. Siento que os estoy perdiendo a las dos.
Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Sergio, tienes que decidir qué tipo de hombre quieres ser: uno que vive para complacer a su madre o uno que construye su propia familia.
Él lloró por primera vez desde que le conozco. Y yo también lloré, porque entendí que no era solo mi batalla: era la suya también.
No sé cómo acabará esta historia. A veces pienso en marcharme; otras, en luchar un día más por nosotros. Pero cada noche me hago la misma pregunta:
¿Dónde termina el amor filial y empieza la responsabilidad hacia quien has elegido como compañero? ¿Cuántos matrimonios españoles se rompen por no saber poner límites entre madres e hijos?