Entre el amor y el deber: La batalla de una nuera en la cocina de su suegra
—¿Qué te crees, Lucía? —La voz de doña Carmen retumbó en la cocina, tan filosa como el cuchillo que tenía en la mano mientras picaba cebolla—. ¡Mi hijo era feliz antes de conocerte!
Me quedé paralizada, con el trapo húmedo apretado entre mis manos y los ojos ardiendo por las lágrimas que luchaba por contener. El olor a ajo y cebolla flotaba en el aire, mezclado con el aroma amargo del café recalentado. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, como si quisiera ahogar los gritos que llenaban la casa.
—¿Y ahora vive infeliz? —pregunté, mi voz temblando, pero firme. Sabía que no debía desafiarla, pero ya no podía más. —¿Me puede explicar qué es lo que le molesta tanto de mí?
Doña Carmen soltó el cuchillo sobre la tabla con un golpe seco. —¡Desde que estás aquí, Juan ha bajado diez kilos! ¡Ya ni siquiera come como antes! ¡Todo el día anda cansado, con esa cara larga! ¿Eso es lo que tú llamas cuidar a tu marido?
Sentí una punzada en el pecho. Juan trabajaba jornadas dobles en la fábrica desde hacía meses, pero claro, para su mamá, la culpa era mía. Siempre era mía.
—Juan está cansado porque trabaja mucho —intenté explicar—. Yo hago lo posible para que esté bien, pero usted sabe cómo está la situación…
—¡Excusas! —me interrumpió, agitando las manos—. Cuando yo tenía tu edad, ya tenía tres hijos y nunca faltó comida en mi mesa ni alegría en mi casa. Pero tú… tú solo sabes llorar y quejarte.
La rabia me subió a la garganta como un grito ahogado. ¿Cómo explicarle que los tiempos habían cambiado? Que ahora todo era más caro, que yo también trabajaba limpiando casas ajenas y aún así apenas alcanzaba para el arroz y los frijoles.
—No es justo que me culpe de todo —susurré, sintiendo cómo las lágrimas finalmente escapaban—. Yo amo a su hijo…
—¡Amor! —se burló doña Carmen—. El amor no llena el estómago ni paga la renta. Si de verdad lo amaras, harías más por él.
En ese momento, Juan entró empapado por la lluvia. Se quedó en el umbral, mirando la escena con los hombros caídos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, su voz cansada.
Doña Carmen se volvió hacia él con los ojos llenos de lágrimas teatrales.—¡Mira cómo me habla tu mujer! ¡No respeta esta casa ni a tu madre!
Juan me miró a mí, luego a su madre. Sus ojos marrones estaban llenos de tristeza y resignación.
—Mamá, por favor…
Pero ella no lo dejó terminar.—¡No! ¡Tienes que abrir los ojos! Esta mujer te está alejando de tu familia. Antes venías a verme todos los domingos; ahora apenas te asomas por aquí.
Juan suspiró y se pasó la mano por el cabello mojado.—Mamá, estoy cansado. Trabajo mucho…
—¡Y todo por ella! —gritó doña Carmen.
Me sentí invisible, como si mi dolor no importara. Como si mi esfuerzo fuera nada más que aire.
Esa noche, cuando regresamos a nuestro pequeño departamento, Juan se quedó callado durante la cena. Yo apenas probé bocado; el arroz se me hacía un nudo en la garganta.
—¿Por qué no le dices nada? —le pregunté finalmente—. ¿Por qué siempre tengo que ser yo la mala?
Él bajó la mirada.—Es mi mamá… No quiero pelear con ella.
—¿Y yo? ¿No importo yo?
El silencio fue su única respuesta.
Los días siguientes fueron una tortura. Doña Carmen llamaba cada noche para recordarle a Juan lo mucho que lo extrañaba y lo mal que yo lo trataba. Mis cuñadas me miraban con desconfianza cuando iba al mercado; los vecinos murmuraban detrás de las cortinas.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio comunal, doña Rosa, la vecina del 3B, se me acercó.
—No le hagas caso, mija —me dijo en voz baja—. Las suegras siempre quieren tener el control. Pero tú eres buena muchacha. Yo te he visto luchar por tu familia.
Sus palabras me dieron un poco de consuelo, pero también me hicieron pensar: ¿Por qué tenía que luchar tanto para ser aceptada? ¿Por qué el amor tenía que doler tanto?
La situación empeoró cuando Juan perdió su trabajo en la fábrica. De pronto, todo el peso del hogar cayó sobre mis hombros. Trabajaba más horas limpiando casas; llegaba tan cansada que apenas podía mantenerme en pie. Pero doña Carmen solo veía mis defectos.
Una noche, después de una discusión especialmente dura con Juan —él quería pedirle dinero a su madre; yo me negaba porque sabía lo que eso significaría—, salí al balcón y miré las luces lejanas de la ciudad.
Recordé a mi madre en Veracruz, siempre sonriente a pesar de las dificultades. «Nunca permitas que te hagan sentir menos», solía decirme. Pero aquí estaba yo, sintiéndome menos cada día.
Pasaron semanas así: silencios largos, miradas frías, reproches velados. Hasta que un día, encontré a Juan llorando en la sala.
—No puedo más —me confesó entre sollozos—. Siento que estoy fallando como hijo… y como esposo.
Me senté a su lado y tomé su mano.—No tienes que elegir entre nosotras —le dije suavemente—. Solo quiero que luches por nosotros como yo lo hago cada día.
Esa noche hablamos hasta el amanecer. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que estábamos juntos en esto.
Al día siguiente, fuimos juntos a casa de doña Carmen. Juan le habló claro: le pidió respeto para mí y le explicó todo lo que habíamos pasado. Doña Carmen lloró y gritó; dijo cosas terribles. Pero Juan no cedió.
Salimos de esa casa tomados de la mano. No fue fácil; las heridas tardaron en sanar. Pero poco a poco, aprendimos a poner límites y a defender nuestro amor.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven historias como la mía? ¿Cuántas luchan cada día por ser aceptadas en una familia que las rechaza solo por ser «la nuera»?
A veces me pregunto si algún día doña Carmen me verá como algo más que una intrusa. Pero mientras tanto, sigo luchando por mi lugar y por el amor que nos une.
¿Ustedes han sentido alguna vez que no pertenecen? ¿Hasta dónde llegarían por defender su dignidad y su familia?