¿Hasta cuándo tengo que ser la madre de mi marido?

—¿Todavía estás en la cama, Lucía? ¡Que son las ocho y Migue no ha desayunado!—. La voz de mi suegra retumbó en el altavoz del móvil como una alarma imposible de silenciar. Ni siquiera había abierto los ojos y ya sentía el peso de otro día igual: la casa en silencio, Migue roncando a mi lado, y yo, con el corazón encogido, preguntándome cómo había llegado hasta aquí.

Me levanté despacio, intentando no hacer ruido. No quería que Migue se despertara de mal humor. Bajé a la cocina, puse la cafetera y saqué el pan del día anterior. Mientras untaba mantequilla en las tostadas, recordé la primera vez que le vi: era divertido, espontáneo, siempre tenía una broma lista para hacerme reír. Ahora, después de diez años juntos, parecía otro. O quizá era yo la que había cambiado.

—¿Dónde está mi camisa azul?— gritó desde el dormitorio.

—En el cesto de la ropa sucia, Migue. Te dije ayer que si la querías limpia, la pusieras a lavar— respondí sin alzar la voz, aunque por dentro hervía.

Silencio. Luego, el portazo del armario y sus pasos arrastrados hasta el baño. Me senté en la mesa con mi café frío y las manos temblorosas. Mi suegra seguía mandando mensajes: «No olvides que hoy tiene médico a las cinco», «Acuérdate de comprarle yogures de fresa». Me sentí invisible. No era su nuera, era la cuidadora de su hijo.

Cuando Migue bajó, ni siquiera me miró. Se sirvió café y se fue al salón a ver las noticias. Yo recogí los platos y me fui al baño a llorar en silencio. ¿Cuándo dejé de ser su pareja para convertirme en su madre?

La rutina se repetía cada día: trabajo, casa, compras, médicos, todo para él. Yo había dejado mi trabajo en la biblioteca cuando nació nuestra hija, Paula, porque «alguien tenía que estar en casa». Pero Paula ya tenía ocho años y apenas me necesitaba; Migue, en cambio, parecía necesitarme más que nunca.

Una tarde, mientras doblaba ropa en el salón, Paula se acercó:

—Mamá, ¿por qué siempre estás triste?

No supe qué decirle. La abracé fuerte y sentí una punzada de culpa. ¿Qué ejemplo le estaba dando? ¿Quería que pensara que esto era lo normal?

Esa noche, después de cenar, intenté hablar con Migue:

—Migue, tenemos que hablar.

—¿Ahora? Estoy viendo el partido— respondió sin apartar la vista del televisor.

—Es importante. Siento que no soy tu pareja, sino tu madre. Que todo depende de mí y tú solo te preocupas por ti mismo.

Se encogió de hombros.

—Eso son tonterías tuyas. Siempre estás exagerando.

Me fui a la cama con un nudo en el estómago. Al día siguiente, mi suegra volvió a llamar temprano:

—Lucía, ¿le has preparado la comida para llevar? Ya sabes que si no come bien luego le duele el estómago.

Colgué sin responder. Me senté en el borde de la cama y miré a Migue dormir como un niño grande. De repente lo vi claro: no podía seguir así.

Esa tarde fui a casa de mi hermana Carmen. Le conté todo entre lágrimas y rabia contenida.

—Lucía, tienes que pensar en ti. No puedes vivir para los demás toda la vida— me dijo mientras me abrazaba.

Volví a casa decidida a cambiar algo. Empecé por cosas pequeñas: salí a caminar sola por las tardes, retomé mis lecturas favoritas y busqué cursos online para volver a trabajar en una biblioteca. Pero cada paso era una batalla: Migue protestaba porque «ya no estaba tan pendiente», mi suegra me llamaba egoísta y hasta Paula parecía confundida.

Una noche, después de una discusión especialmente dura —Migue me gritó porque no encontraba sus llaves— me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía ojeras profundas y los ojos apagados. No reconocía a la mujer que era.

Al día siguiente preparé una maleta pequeña y recogí mis cosas más importantes. Llamé a Carmen:

—¿Puedo quedarme unos días contigo?

Ella no dudó ni un segundo.

Cuando salí por la puerta con Paula de la mano, Migue apenas reaccionó:

—¿Y ahora qué? ¿Me vas a dejar solo?

Le miré por última vez:

—No te dejo solo. Te dejo para dejar de estar sola yo.

En casa de Carmen dormí por primera vez en años sin sobresaltos. Paula me abrazó fuerte antes de dormir:

—Mamá, ahora sí estás contenta.

Han pasado meses desde entonces. Volví a trabajar en una biblioteca pequeña del barrio y poco a poco he recuperado mi vida. Migue sigue llamando de vez en cuando para pedirme favores; su madre también insiste en que «una familia es para siempre». Pero yo ya no cedo.

A veces me pregunto si hice bien rompiendo una familia por pensar en mí misma. ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en relaciones donde son madres antes que parejas? ¿Hasta cuándo vamos a normalizarlo?