Cuando el amor se va: La historia de Lucía después de 25 años
—¿Eso es todo, Ernesto? ¿Veinticinco años y te vas así, sin mirar atrás?— Mi voz temblaba, pero él ni siquiera volteó. El sonido de la puerta al cerrarse retumbó en el apartamento como un trueno. Me quedé sola, apretando la argolla que él había dejado sobre la mesa, como si fuera una basura más.
Tenía 53 años, me llamo Lucía. El reloj marcaba las 8:17 de la noche y la ciudad de Medellín seguía su ritmo, indiferente a mi tragedia. Afuera, los buses pasaban, la gente reía en la tienda de la esquina, y yo sentía que el mundo se había detenido solo para mí.
Ernesto y yo habíamos construido una vida juntos: dos hijos, una casa en Envigado, vacaciones en Santa Marta, domingos de arepas y café viendo el noticiero. Pero todo eso se desmoronó cuando él conoció a una mujer veinte años menor en su trabajo. «Merezco algo más», me dijo mientras empacaba su maleta. Sus palabras me atravesaron como cuchillos. ¿Acaso yo no merecía respeto? ¿No merecía una explicación?
Esa noche, me senté en el sofá, rodeada de fotos familiares. En una, Ernesto me abrazaba en el parque Arví; en otra, estábamos con nuestros hijos, Camila y Julián, en la playa. Lloré hasta quedarme dormida, con la argolla apretada en la mano.
Los días siguientes fueron un infierno. Camila, que vive en Buenos Aires, me llamaba llorando: «Mamá, ¿cómo pudo hacernos esto?» Julián, que aún vivía conmigo, apenas me miraba a los ojos. La familia de Ernesto me evitaba, como si yo fuera la culpable. Mi hermana, Marta, me decía: «Lucía, tienes que ser fuerte. No eres la primera ni la última.»
Pero yo no quería ser fuerte. Quería gritar, romper todo, pedirle a Dios que me devolviera mi vida. Me sentía invisible, vieja, desechada. En el supermercado, las parejas me parecían crueles. En la iglesia, las miradas de lástima me hacían sentir peor.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Julián hablando por teléfono en su cuarto:
—Mi mamá está mal, tía. No sale de la casa, ni quiere ver a nadie.
Me dolió escucharlo. ¿Así me veía mi propio hijo? ¿Como una sombra?
Pasaron los meses. El divorcio fue rápido, casi sin palabras. Ernesto me dejó la casa, pero se llevó la camioneta y la cuenta de ahorros quedó casi vacía. «Es lo justo», dijo su abogado. Yo no tenía fuerzas para pelear.
Una mañana, Marta me llevó casi a la fuerza a la plaza de mercado. «Vamos, Lucía, te va a hacer bien salir.» Caminamos entre los puestos de frutas y flores. El olor a mango maduro y café recién hecho me recordó que la vida seguía. En un puesto de flores, un hombre mayor, de cabello canoso y sonrisa amable, me ofreció unas gardenias.
—¿Le gustan las gardenias?— preguntó.
—Sí, me recuerdan a mi mamá— respondí, sin pensar.
Él sonrió. —A mí también. Mi mamá decía que traían buena suerte.
Compré un ramo y, por primera vez en meses, sentí una chispa de alegría. Marta me miró con picardía: «¿Viste? No todo está perdido.»
Empecé a ir más seguido a la plaza. El hombre de las gardenias se llamaba Manuel. Era viudo, tenía dos hijas y un nieto. Siempre tenía una palabra amable y una flor para regalarme. Un día me invitó a tomar café en la cafetería del parque. Dudé, pero acepté.
—¿Y tú? ¿Cómo sigues?— me preguntó mientras revolvía su tinto.
—No sé. Hay días que siento que no valgo nada. Que ya nadie me va a querer— confesé, con la voz quebrada.
Manuel me miró con ternura.—Eso no es cierto. A veces la vida nos da golpes para enseñarnos a empezar de nuevo. Yo también pensé que mi vida se había acabado cuando murió mi esposa. Pero aquí estoy, aprendiendo a vivir otra vez.
Sus palabras me tocaron el alma. Empezamos a vernos cada semana. Hablábamos de todo: de nuestros hijos, de los libros que leíamos, de las películas viejas que nos gustaban. Manuel me hacía reír, algo que creí imposible después de la partida de Ernesto.
Un día, Julián llegó a casa y me encontró arreglándome frente al espejo.
—¿Y esa pinta, mamá?— preguntó, medio en broma.
—Voy a salir con un amigo— respondí, sintiendo mis mejillas arder.
Julián frunció el ceño.—¿Un amigo? ¿No será muy pronto?
Sentí rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que justificarme? ¿Acaso yo no tenía derecho a ser feliz?
—Hijo, tu papá ya rehizo su vida. Yo también tengo derecho a intentarlo.
Julián no respondió, pero esa noche me abrazó antes de dormir. «Solo quiero verte bien, mamá», susurró.
Con Manuel todo fue lento y natural. No hubo promesas ni grandes declaraciones. Solo dos personas heridas aprendiendo a confiar otra vez. Me llevó a bailar salsa en una fonda del centro; reímos como adolescentes. Me regaló un libro de poemas de Mario Benedetti con una dedicatoria: «Para Lucía, que aprendió a florecer después del invierno».
La familia murmuraba. «¿Ya tiene novio?», decían mis primas en las reuniones. Mi hermana Marta me defendía: «Déjenla vivir, se lo merece». Pero yo sentía miedo: miedo al qué dirán, miedo a fallar otra vez, miedo a perderme en otro amor.
Una tarde, Ernesto apareció en la puerta de la casa. Venía a buscar unos papeles. Lo vi más viejo, cansado. Supe que su nueva relación no había funcionado.
—¿Estás bien?— preguntó, como si le importara.
—Sí, Ernesto. Estoy mejor que nunca— respondí, mirándolo a los ojos por primera vez sin dolor.
Él bajó la mirada y se fue sin decir más. Cerré la puerta y sentí una paz inmensa. Por fin había soltado el pasado.
Hoy, dos años después, sigo con Manuel. No es perfecto ni yo tampoco, pero juntos hemos aprendido a reírnos de las cicatrices. Mis hijos han aceptado mi nueva vida y hasta Julián le pide consejos a Manuel sobre el trabajo y el amor.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos da tanto miedo empezar de nuevo? ¿Cuántas mujeres como yo creen que su vida terminó después de una traición? Si mi historia puede ayudar a una sola persona a creer en las segundas oportunidades, entonces todo este dolor habrá valido la pena.
¿Y tú? ¿Te atreverías a volver a amar después de una herida así? ¿O dejarías que el miedo te robe la posibilidad de ser feliz otra vez?