Entre las paredes del legado: La historia de Marta en la calle Cervantes
—¿Vas a quedarte ahí parada, Marta? —la voz de mi tía Carmen retumbó en el recibidor, mientras giraba las llaves en la cerradura con una seguridad que me heló la sangre. El eco metálico se mezclaba con el olor a cera y polvo viejo, ese aroma inconfundible de la casa de mis padres en la calle Cervantes, en pleno centro de Valladolid.
No respondí. Me aferré al marco de la puerta, como si así pudiera evitar que todo lo que había amado se desmoronara. Mi hermano Luis ya no estaba. Mis padres tampoco. Solo quedábamos Carmen y yo, dos mujeres separadas por años de silencios y reproches, enfrentadas ahora por las paredes que guardaban todos mis recuerdos.
—Marta, esto hay que hacerlo. No podemos dejar la casa así, como si fueran a volver —insistió Carmen, dejando caer su bolso sobre la mesa del pasillo. Sus ojos, tan parecidos a los de mi madre, me miraban con una mezcla de compasión y prisa.
—¿Y si no estoy lista? —susurré, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Ella suspiró, cansada. —Nadie está nunca listo para esto. Pero hay que ser práctica. Hay que venderla. No podemos seguir pagando el IBI ni los gastos. Tú tienes tu vida en Madrid, yo aquí mis cosas…
La palabra venderla me atravesó como un cuchillo. ¿Cómo podía reducirse todo a eso? ¿A números, facturas y papeles? ¿Dónde quedaban las noches en las que mi madre me arropaba en esa habitación azul? ¿O los domingos de paella con mi padre en el patio?
Carmen empezó a abrir armarios, a sacar cajas y bolsas. Yo la seguía como una sombra, recogiendo fotos, cartas, trozos de una vida que ya no existía. Cada objeto era una herida abierta: el jersey de lana que tejió mi madre, el balón de fútbol de Luis aún manchado de barro, los libros con dedicatorias temblorosas.
—¿Te acuerdas cuando tu madre se empeñó en pintar el salón de verde? —dijo Carmen, intentando suavizar el ambiente.
No contesté. No quería compartir mis recuerdos con ella. Sentía que me los estaba robando también.
La tensión crecía cada día. Las discusiones eran constantes: por el valor de la casa, por quién se quedaba qué mueble, por las fotos familiares. Una tarde, mientras revisábamos papeles en el despacho de mi padre, exploté.
—¡No entiendes nada! Para ti solo es una casa más. Para mí es todo lo que me queda —grité, con lágrimas resbalando por mis mejillas.
Carmen se quedó inmóvil. Por un momento vi en sus ojos algo parecido al dolor.
—¿Crees que para mí es fácil? —respondió al fin—. Yo también crecí aquí. También perdí a mi hermana. Pero no podemos vivir ancladas al pasado.
Me sentí culpable al instante. Quizá tenía razón. Pero ¿cómo soltarlo todo sin sentir que traicionaba a los míos?
Las semanas pasaron entre cajas y silencios incómodos. La casa se vaciaba poco a poco, pero yo seguía resistiéndome a dejarla ir. Una noche, incapaz de dormir, bajé al salón y me senté en el viejo sofá azul. Miré las paredes desnudas y sentí un vacío insoportable.
Recordé la última vez que vi a Luis. Había discutido con él por una tontería y se marchó dando un portazo. Nunca volví a verle con vida. Ese remordimiento me perseguía cada día.
—Perdóname… —susurré al aire, como si pudiera escucharme.
Al día siguiente, Carmen me encontró dormida en el sofá.
—Marta… —me acarició el pelo como hacía mi madre—. No tienes que hacerlo sola.
Por primera vez en meses, lloré en sus brazos. Lloré por mis padres, por Luis, por mí misma y por todo lo que estaba perdiendo.
Decidimos hacer una última comida en la casa antes de entregarla al notario. Invitamos a los primos: Ana, con su risa contagiosa; Paco, siempre tan serio; y Teresa, que trajo una tarta de manzana como las de antes.
Comimos entre risas y lágrimas, recordando anécdotas y peleándonos por quién había roto realmente el jarrón chino del abuelo. Por unas horas, la casa volvió a llenarse de vida.
Al final del día, cuando todos se marcharon y solo quedamos Carmen y yo frente a la puerta principal, sentí una paz extraña.
—¿Crees que algún día dejará de doler? —le pregunté.
Carmen me miró con ternura.—No lo sé… Pero quizá aprenderemos a vivir con ello.
Cerramos la puerta juntas. Dejé las llaves sobre la mesa del notario al día siguiente sin mirar atrás.
Ahora vivo en Madrid, pero cada vez que paso por una calle tranquila o huelo a cera y polvo viejo, siento un nudo en el estómago. Me pregunto si hice bien; si soltar es realmente avanzar o solo otra forma de perderse uno mismo.
¿Hasta dónde somos capaces de llegar para proteger nuestros recuerdos? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar para salvarnos… o para no olvidarnos?