La desconocida con lágrimas en los ojos: El día que mi mundo se rompió
—¿Eres tú la esposa de Edmundo?—. La voz de la mujer temblaba, sus ojos rojos y húmedos apenas podían sostener mi mirada. Era una tarde fría de noviembre en Madrid, el viento arrastraba hojas secas por la acera y yo acababa de salir del supermercado, con las bolsas colgando de mis manos. No reconocí a la mujer, pero su desesperación era palpable.
—Sí, soy yo. ¿Quién eres?— respondí, sintiendo un escalofrío recorrerme la espalda. Ella tragó saliva y, con un hilo de voz, soltó la frase que partiría mi vida en dos:
—Estoy enamorada de tu marido.
Por un segundo, el mundo se detuvo. Las bolsas cayeron al suelo y las naranjas rodaron por la acera. No podía moverme. No podía respirar. Treinta años de matrimonio con Edmundo pasaron por mi mente como una película: nuestros veranos en Asturias, los cumpleaños de nuestros hijos, las noches de risas y confidencias. ¿Cómo era posible?
La mujer, que luego supe que se llamaba Carmen, lloraba sin consuelo. La gente pasaba a nuestro lado sin prestar atención, como si el dolor ajeno fuera invisible en una ciudad tan grande. Me senté en un banco cercano, incapaz de sostenerme en pie.
—No quería hacerte daño…— murmuró Carmen—. Pero no podía seguir callando. Lo amo desde hace años. Él me dijo que te lo contaría, pero no lo hizo.
Sentí una rabia sorda mezclada con una tristeza infinita. ¿Años? ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo una mentira? ¿Cuántas veces Edmundo me había mirado a los ojos y me había mentido?
Esa noche, cuando Edmundo llegó a casa, lo esperé en silencio. El reloj marcaba las diez y media. Nuestros hijos, Lucía y Álvaro, ya no vivían con nosotros; la casa estaba demasiado grande y demasiado vacía para tanto dolor.
—¿Qué te pasa?— preguntó él al verme sentada en el sofá, sin encender la luz.
—Hoy he conocido a Carmen— respondí sin rodeos.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Edmundo se dejó caer en una silla, se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar. Nunca lo había visto así.
—Lo siento…— susurró—. No sé cómo ha pasado. No quería hacerte daño.
—¿Cuánto tiempo?— pregunté con voz quebrada.
—Tres años— respondió sin mirarme.
Tres años. Tres años de mentiras, de cenas familiares, de aniversarios celebrados con sonrisas falsas. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mi hermana Pilar venía cada tarde a verme, intentando animarme:
—No eres la primera ni la última a la que le pasa esto, Inés. Pero tienes que pensar en ti ahora.
Pero ¿cómo pensar en mí si toda mi vida giraba en torno a Edmundo y nuestra familia? Mis amigas del barrio murmuraban a mis espaldas; algunas me miraban con lástima, otras con curiosidad morbosa.
Una tarde, Lucía vino a casa y me abrazó fuerte:
—Mamá, no es culpa tuya. Papá ha sido un cobarde. Pero tú eres fuerte, siempre lo has sido.
Me aferré a esas palabras como a un salvavidas. Pero las noches eran largas y solitarias; el hueco en la cama era un recordatorio constante de todo lo perdido.
Edmundo intentó quedarse en casa al principio, pero la tensión era insoportable. Discutíamos por todo: por el café frío, por las facturas sin pagar, por los recuerdos que ya no tenían sentido.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?— le grité una noche—. ¿Por qué me dejaste vivir engañada?
Él bajó la cabeza:
—Tenía miedo de perderlo todo… De perderte a ti.
Pero ya lo había perdido todo igualmente.
Finalmente, Edmundo se fue a vivir con Carmen. El día que recogió sus cosas fue uno de los más duros de mi vida. Me quedé sola en el salón, rodeada de fotos familiares que ya no significaban nada.
Los meses pasaron lentos. Aprendí a vivir sola: a cocinar para uno, a dormir sin esperar el sonido de la llave en la puerta. Empecé a salir a caminar por el Retiro cada mañana; el aire frío me despejaba la mente y me ayudaba a pensar.
Un día me encontré con Carmen en una cafetería del barrio. Dudé si acercarme o salir corriendo, pero ella me vio primero y se levantó para saludarme.
—Inés… Lo siento tanto…
La miré fijamente. Vi en sus ojos el mismo miedo y la misma tristeza que sentía yo.
—No te odio —le dije al fin—. Pero tampoco puedo perdonarte todavía.
Ella asintió en silencio y se marchó. Me quedé mirando su figura alejarse por la calle Alcalá, preguntándome si algún día podría dejar atrás tanto dolor.
Ahora han pasado casi dos años desde aquel día fatídico. He aprendido a vivir conmigo misma; he recuperado amistades olvidadas y he descubierto pasiones nuevas: la pintura, los viajes cortos por Castilla… A veces aún duele, sobre todo cuando veo parejas mayores paseando de la mano por el parque.
Pero también he aprendido algo importante: nadie es dueño del corazón ajeno y nadie puede controlar los giros inesperados de la vida.
Me pregunto muchas noches: ¿Dónde estuvo mi error? ¿Se puede reconstruir una vida después de perderlo todo? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?