¿Cómo se atreve? Historia de una grieta en mi matrimonio

—¡Ya basta! —Julián golpeó la mesa con tal fuerza que los vasos temblaron y el arroz se desparramó sobre el mantel de hule floreado. Mi hija Camila, de apenas ocho años, se encogió en su silla, y mi hijo Tomás apretó los labios, mirando al suelo. Yo, con la cuchara aún en el aire, sentí cómo la rabia me subía por la garganta, mezclada con un miedo antiguo, ese que sólo se siente cuando la familia se tambalea.

—¿De verdad vas a gritar así delante de los niños? —le respondí, tratando de mantener la voz firme, aunque por dentro me temblaba todo.

Julián me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir segura, pero que ahora sólo me devolvían reproches. —No me hagas esto, Mariana. No hoy. No después de todo lo que ha pasado.

La tensión era tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Medellín, como si quisiera entrar y arrastrar todo lo que habíamos construido juntos. Pero lo que más dolía no era el grito, ni siquiera el miedo de los niños. Era esa grieta invisible que había comenzado a abrirse entre nosotros hacía meses, y que ahora amenazaba con tragarnos vivos.

Todo empezó cuando Julián perdió su trabajo en la fábrica de autopartes. Al principio, pensé que era sólo una mala racha. Yo seguía trabajando como maestra en la escuela del barrio, y aunque el dinero no alcanzaba para lujos, nunca nos faltó lo esencial. Pero Julián cambió. Se volvió irritable, callado, y empezó a llegar tarde a casa. Decía que buscaba trabajo, pero yo sabía que algo no estaba bien.

Una tarde, mientras doblaba la ropa, encontré un recibo de un hotel barato en el centro. El nombre de Julián estaba ahí, junto a una fecha en la que él me había dicho que estaba en una entrevista. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. No quise creerlo. Pensé en mis hijos, en los años juntos, en las promesas que nos hicimos cuando apenas teníamos veinte años y soñábamos con una vida mejor.

Esa noche, lo enfrenté. —¿Quién es ella, Julián? —le pregunté, con la voz quebrada.

Él no lo negó. Sólo bajó la cabeza y murmuró: —No sé qué me pasó, Mariana. Me siento perdido.

Desde entonces, todo cambió. Las discusiones se volvieron rutina. Los silencios, más largos. Yo trataba de mantener la casa en pie, de que los niños no notaran la tormenta que nos sacudía, pero era imposible. Camila empezó a tener pesadillas. Tomás dejó de hablarme de sus cosas del colegio. Y yo, cada noche, lloraba en silencio, preguntándome en qué momento se rompió todo.

Mi mamá, doña Rosa, vino a quedarse unos días. Ella, que siempre fue dura y práctica, me miró a los ojos mientras lavábamos los platos y me dijo:

—Mija, los hombres a veces se pierden, pero uno tiene que decidir si vale la pena luchar o si es mejor soltar.

No supe qué responderle. ¿Cómo soltar a alguien con quien has compartido media vida? ¿Cómo explicarles a tus hijos que su papá ya no es el mismo?

Una tarde, mientras recogía a los niños del colegio, vi a Julián en la esquina, hablando con una mujer joven. Ella se reía, tocándole el brazo. Sentí una punzada en el pecho, una mezcla de celos y rabia. Cuando llegué a casa, lo esperé sentada en la sala.

—¿Vas a seguir viéndola? —le pregunté, sin rodeos.

Julián se pasó la mano por el cabello, cansado. —No sé qué hacer, Mariana. Me siento vacío. No es sólo ella, es todo. Perdí mi trabajo, mi orgullo… siento que ya no soy nadie.

—¿Y nosotros qué? ¿No valemos nada? —le grité, sin poder contenerme.

Los niños escucharon. Camila corrió a su cuarto llorando. Tomás me miró con esos ojos grandes, llenos de preguntas que no supe responder.

Esa noche, Julián durmió en el sofá. Yo me quedé en la cama, abrazando la almohada, sintiendo que la soledad era más pesada que nunca. Pensé en irme, en buscar un lugar para empezar de nuevo, pero el miedo me paralizaba. ¿Cómo iba a criar sola a dos niños? ¿Cómo iba a enfrentar las miradas del barrio, los chismes, las preguntas incómodas?

Pasaron las semanas. Julián seguía en casa, pero era como si ya no estuviera. A veces, lo veía llorar en silencio, sentado en el patio, mirando las luces de la ciudad a lo lejos. Yo quería abrazarlo, decirle que todo iba a estar bien, pero algo en mí se había roto también.

Un domingo, mi suegra, doña Teresa, vino a visitarnos. Se sentó conmigo en la cocina y me dijo:

—Hija, yo sé que mi hijo la ha embarrado, pero también sé que ustedes se quieren. No dejes que el orgullo les gane. Hablen, busquen ayuda. No todo está perdido.

Esa noche, después de acostar a los niños, me senté junto a Julián en el patio. Por primera vez en meses, hablamos sin gritos, sin reproches. Él me contó de su miedo, de su vergüenza por no poder mantenernos, de cómo la otra mujer sólo era un escape, una forma de sentirse vivo otra vez.

Yo le hablé de mi dolor, de mi rabia, de cómo me sentía invisible. Lloramos juntos, abrazados bajo el cielo oscuro de Medellín. No resolvimos todo, pero por primera vez sentí que había una pequeña esperanza.

Ahora, mientras escribo esto y escucho la respiración tranquila de mis hijos en la habitación contigua, me pregunto si alguna vez podremos sanar lo que se rompió. ¿Vale la pena luchar por un amor herido? ¿O es mejor dejarlo ir antes de que nos destruya por completo?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían una traición por el bien de la familia, o buscarían su propia felicidad aunque duela?