La herencia de la tierra: entre raíces y resentimientos
—¡No es justo, Lucía! —gritó Carmen, su voz temblando entre la rabia y el llanto—. ¡Tú sabías perfectamente que ese terreno era el bueno! ¿Por qué te lo quedaste tú?
Me quedé paralizada, con las manos llenas de tierra húmeda, el olor a tomatera y albahaca mezclándose con el sudor frío que me recorría la espalda. El sol de junio caía a plomo sobre los huertos de la comunidad, donde las voces de otros vecinos se apagaban ante el eco de nuestro conflicto. Miré a Carmen, mi hermana mayor, con los ojos enrojecidos y las manos crispadas sobre la azada. Sentí una punzada de culpa, pero también una oleada de indignación.
—No digas tonterías —respondí, intentando mantener la calma—. Mamá nos dejó los terrenos por sorteo. Si tu parcela no da frutos, no es culpa mía.
Carmen soltó una carcajada amarga.
—¿Sorteo? ¡Por favor! Mamá siempre te protegió, siempre te dio lo mejor. Y ahora, hasta muerta, sigues saliendo ganando.
Me mordí el labio. Recordé la tarde en que abrimos el testamento en casa del notario, con las manos sudorosas y los ojos hinchados de llorar. Había dos parcelas: la del norte, soleada y fértil, donde mamá cultivaba sus tomates gordos y dulces; y la del sur, pegada al muro, donde apenas crecían las acelgas. El notario sacó dos papeles de un sobre y nos pidió que eligiéramos uno. Yo elegí primero. Carmen nunca me lo perdonó.
Ahora, meses después, su parcela era un erial: la tierra dura como piedra, las plantas mustias y amarillentas. La mía rebosaba vida. Los vecinos murmuraban que yo tenía buena mano, pero yo sabía que era la tierra la que hacía el milagro.
Carmen se acercó, los ojos llenos de lágrimas.
—¿No ves que necesito esto? —susurró—. No tengo nada más. El trabajo va mal, los niños me necesitan… ¿Por qué no podemos cambiar?
Sentí un nudo en la garganta. Recordé a mamá regando al atardecer, su voz suave: “La tierra es vida, hijas. Cuidadla y os cuidará”. Pero también recordé las veces que Carmen se desentendió de todo cuando mamá enfermó, dejándome sola con los cuidados y las noches en vela.
—No es tan fácil —dije al fin—. He invertido tiempo y dinero aquí. No puedo empezar de cero otra vez.
Carmen apretó los labios.
—Siempre tienes una excusa para no ayudarme —espetó—. Siempre fuiste la favorita.
El silencio cayó entre nosotras como una losa. Un petirrojo saltó entre las matas de judías, ajeno a nuestro drama. Sentí rabia e impotencia. ¿Era verdad lo que decía? ¿Siempre fui la protegida? ¿O simplemente fui la que se quedó cuando todo se vino abajo?
Esa noche apenas dormí. Soñé con mamá sentada en su silla de mimbre, mirándonos con tristeza mientras discutíamos sobre quién merecía más su legado. Al despertar, el peso de la culpa me oprimía el pecho.
Pasaron los días y Carmen dejó de venir al huerto. Su parcela se llenó de malas hierbas. Los vecinos empezaron a cuchichear: “Pobrecilla Carmen, siempre le toca lo peor”. Yo sentía sus miradas clavadas en la espalda cada vez que regaba mis tomates.
Una tarde encontré a mi sobrina Laura sentada junto al muro del huerto sur, con las rodillas raspadas y los ojos tristes.
—Tía Lucía —dijo bajito—, mamá llora mucho en casa. Dice que tú no quieres ayudarla.
Me arrodillé a su lado y le acaricié el pelo.
—No es tan sencillo, cariño —susurré—. A veces los adultos nos equivocamos.
Laura me miró con esos ojos grandes tan parecidos a los de Carmen cuando era niña.
—¿Por qué no plantamos flores aquí? A lo mejor así mamá sonríe más.
Sentí un nudo en la garganta. Quizá no podía cambiar el pasado ni devolverle a Carmen lo que sentía que había perdido, pero sí podía intentar sanar algo del daño hecho.
Esa tarde llevé semillas de girasol y caléndula al huerto sur. Laura y yo cavamos juntas bajo el sol poniente. La tierra era dura, sí, pero poco a poco fuimos ablandándola. Al día siguiente Carmen apareció en silencio y nos observó desde lejos. No dijo nada, pero sus ojos brillaban con una mezcla de orgullo y tristeza.
Las semanas pasaron y las flores empezaron a brotar tímidamente entre las piedras. Los vecinos dejaron de murmurar y algunos incluso ayudaron a traer estiércol y compost para mejorar el suelo. Carmen volvió a sonreír un poco más cada día.
Una tarde nos sentamos juntas bajo la sombra del viejo olivo del huerto norte. El aire olía a tierra mojada y esperanza.
—Quizá nunca sepamos si fue justo o no —dijo Carmen al fin—. Pero gracias por no rendirte conmigo.
Le apreté la mano con fuerza.
—Somos hermanas —respondí—. Y esta tierra es lo único que nos queda de mamá.
A veces me pregunto si realmente importa quién se quedó con el mejor terreno o si lo importante es cómo cuidamos lo que tenemos… ¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible sanar viejas heridas familiares cuando la herencia parece dividirnos más que unirnos?