La historia de una suegra: No van a creer con quién acabo de encontrarme
—¡No puede ser! —grité desde la cocina, dejando caer la cuchara de madera al suelo. El sonido seco resonó en el silencio tenso de la casa. Mi hijo, Sebastián, acababa de entrar con una sonrisa nerviosa y una joven de cabellos rojizos y ojos brillantes a su lado. Mi esposo, don Ernesto, levantó la vista del periódico y frunció el ceño.
—Mamá, papá… Les presento a Camila —dijo Sebastián, con esa voz temblorosa que sólo usa cuando sabe que algo grande está por pasar.
Yo no podía dejar de mirar a la muchacha. Había algo en su mirada, una mezcla de dulzura y desafío, que me recordaba a alguien. Pero no lograba ubicar el qué. Camila saludó con una sonrisa amplia y extendió la mano. Dudé un segundo antes de tomarla. Su piel era cálida, firme. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—Mucho gusto, señora Marta —dijo ella, y su voz tenía un acento que no era de aquí, de nuestro barrio en Guadalajara. Era más del sur, tal vez de Chiapas o de Oaxaca.
Durante la comida, el ambiente era denso. Ernesto apenas probó el arroz y yo me dediqué a observar cada gesto de Camila. Sebastián intentaba mantener la conversación ligera, pero todos sabíamos que había algo más. Cuando Camila fue al baño, Ernesto me susurró:
—¿Te diste cuenta de su apellido? Es González… ¿No era ese el apellido de la familia que tuvo problemas con tu hermano?
Sentí que el corazón se me detenía. Mi hermano Julián había desaparecido hace años tras una pelea con unos González del pueblo vecino. Nunca supimos qué pasó realmente. Mi madre murió sin perdonarlos. ¿Sería posible que…?
Camila regresó y notó el silencio incómodo. Se sentó y miró a Sebastián con complicidad. Él le apretó la mano bajo la mesa. Yo respiré hondo y decidí enfrentar lo que fuera.
—Camila, ¿de dónde eres? —pregunté, tratando de sonar amable.
—De San Juan Chamula, señora —respondió con orgullo—. Pero llevo años aquí en Guadalajara.
—¿Y tu familia? —insistí.
Ella bajó la mirada por un segundo.
—Mi papá se llama Tomás González…
El nombre cayó como un balde de agua fría sobre la mesa. Ernesto dejó caer el tenedor. Sebastián me miró suplicante, como pidiendo que no hiciera una escena.
—¿Algún problema? —preguntó Camila, con una voz firme que me sorprendió.
Me levanté y fui a la ventana. Afuera, los niños jugaban fútbol en la calle polvorienta. Recordé mi infancia, las fiestas familiares antes de que todo se rompiera por ese pleito absurdo entre los González y los Ramírez, mi familia. ¿Cuántos años de odio llevábamos arrastrando?
Esa noche no pude dormir. Ernesto roncaba a mi lado y yo repasaba cada palabra de Camila, cada gesto de Sebastián. ¿Era justo cargar a nuestros hijos con rencores viejos? ¿Podía yo aceptar a la hija del hombre que, según mi madre, había destruido nuestra familia?
Al día siguiente, Camila volvió a casa. Esta vez traía un pastel de elote y una sonrisa tímida.
—Señora Marta, ¿puedo hablar con usted a solas? —preguntó.
Fuimos al patio trasero. El sol caía fuerte sobre las macetas de bugambilias.
—Sé lo que pasó entre nuestras familias —dijo sin rodeos—. Mi papá me contó su versión. Dice que lamenta mucho lo que ocurrió… Que nunca quiso que nadie saliera herido.
Sentí un nudo en la garganta. Nadie había hablado así en años. Nadie había pedido perdón.
—Mi mamá murió odiando a los González —le confesé—. Siempre dijo que ustedes nos quitaron todo.
Camila me miró con lágrimas en los ojos.
—Yo no quiero vivir con ese odio, señora Marta. Amo a Sebastián. Quiero formar una familia sin rencores.
Me quebré. Lloré como no lo hacía desde niña. Camila me abrazó y sentí que algo se rompía y se reconstruía dentro de mí.
Esa tarde, cuando Sebastián llegó, nos encontró sentadas en el patio, compartiendo historias y risas entre lágrimas.
—¿Todo bien? —preguntó, inseguro.
—Todo mejor que nunca —respondí.
Pero no todo fue fácil después de ese día. Ernesto se negó a aceptar a Camila durante meses. Decía que traería mala suerte, que el pasado no se podía borrar tan fácil. Mis hermanas dejaron de visitarme por un tiempo, murmurando que yo traicionaba la memoria de mamá.
Pero Camila insistía en venir, en ayudarme con la casa, en enseñarme recetas de su tierra. Poco a poco, fue conquistando a todos con su dulzura y su fuerza. Un día, Ernesto la encontró llorando en la cocina porque extrañaba a su madre fallecida. Ese día, él le puso una mano en el hombro y le dijo:
—Aquí tienes una familia, muchacha.
El día de la boda fue sencillo pero hermoso. En la iglesia del barrio, entre flores de papel y música de mariachi, vi a mi hijo y a Camila prometerse amor eterno. Sentí que mi madre nos miraba desde algún lugar, quizá aún enojada, pero también aliviada de ver que el ciclo de odio se rompía al fin.
Hoy, mientras escribo esto, escucho a mis nietos correr por la casa. Camila y Sebastián han formado una familia llena de amor y respeto. A veces pienso en todo lo que perdimos por culpa del orgullo y el rencor.
¿Vale la pena cargar con el pasado cuando el futuro puede ser tan distinto? ¿Cuántas familias en nuestro México siguen divididas por historias viejas que nadie se atreve a sanar?
¿Y tú? ¿Te atreverías a perdonar para darle una nueva oportunidad a tu familia?