Traición en la sombra de la enfermedad: Mi lucha por volver a ser yo
—¿Por qué a mí? —me pregunté, mirando el techo blanco y frío de la habitación del hospital Gregorio Marañón, mientras el gotero marcaba el ritmo de mi nueva vida. El olor a desinfectante, la luz mortecina y el murmullo de las enfermeras eran ahora mi día a día. Tenía 42 años, dos hijos adolescentes y una vida que, hasta hacía poco, creía estable. Pero el cáncer llegó como un ladrón en la noche, robándome la salud y, sin saberlo, mucho más.
Recuerdo el día que recibí el diagnóstico. Mi hermana Carmen me acompañó. El doctor Fernández, con su bata impoluta y su voz grave, pronunció la palabra que nadie quiere oír: “maligno”. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Carmen me apretó la mano, pero yo solo podía pensar en mis hijos, en Luis, en todo lo que podía perder.
Al principio, Luis fue mi roca. O eso creía. Me acompañaba a las sesiones de quimioterapia, me preparaba caldos y me arropaba cuando las náuseas no me dejaban dormir. Pero poco a poco, su mirada se volvió distante. Llegaba más tarde a casa, evitaba mirarme a los ojos y su móvil sonaba a todas horas. Yo quería pensar que era el estrés, que la situación nos superaba a todos. Pero una noche, mientras fingía dormir, escuché cómo susurraba al teléfono en el salón:
—No puedo hablar ahora, está aquí… Sí, mañana a las siete, como siempre.
Mi corazón se encogió. No quise creerlo. Pero la semilla de la duda ya estaba plantada.
Los días siguientes fueron un infierno. Entre los vómitos y el cansancio, mi mente no dejaba de imaginar escenarios. ¿Sería una aventura? ¿Quién era ella? ¿Desde cuándo? Me sentía ridícula espiando a mi propio marido, pero necesitaba saber la verdad. Una tarde, mientras él se duchaba, revisé su móvil. Allí estaban los mensajes:
—Te echo de menos, Lucía. Ojalá pudiera estar contigo esta noche.
Lucía. El nombre retumbó en mi cabeza como una campana. Sentí rabia, tristeza y una humillación tan profunda que apenas podía respirar. ¿Cómo podía hacerme esto justo ahora? ¿No era suficiente con el cáncer?
Esa noche, cuando Luis volvió a casa, le enfrenté. No grité. No lloré. Solo le mostré el móvil y le pregunté:
—¿Quién es Lucía?
Él bajó la mirada, incapaz de sostenerme la vista. El silencio fue más cruel que cualquier palabra.
—Lo siento, Marta… No quería que te enteraras así. No sé cómo ha pasado…
—¿Desde cuándo? —mi voz era apenas un susurro.
—Desde hace unos meses. Pero no significa nada, te lo juro…
No significa nada. Qué fácil era decirlo. Pero para mí lo significaba todo. Me sentí invisible, prescindible, como si mi enfermedad me hubiera borrado de su vida antes de tiempo.
Durante semanas, viví en una especie de niebla. Mis hijos, Pablo y Laura, notaban la tensión, aunque intentábamos disimular. Carmen venía cada tarde a casa y me ayudaba con todo: la comida, las medicinas, incluso a peinarme cuando se me empezó a caer el pelo. Una tarde, mientras lloraba en silencio en el baño, Carmen entró sin llamar y me abrazó fuerte.
—No estás sola, Marta. Pase lo que pase, aquí estoy —me susurró al oído.
Pero yo sí me sentía sola. Más sola que nunca.
El tratamiento avanzaba y mi cuerpo cambiaba. Perdí el pelo, las cejas, hasta la sonrisa. Me miraba al espejo y no me reconocía. Luis seguía en casa, pero era un fantasma; dormía en el sofá y evitaba cualquier conversación incómoda. Yo tampoco tenía fuerzas para discutir. Solo quería sobrevivir un día más.
Una mañana de marzo, mientras desayunaba con Laura, ella me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre tuvo:
—Mamá, ¿vas a dejar que papá siga aquí después de todo?
Me quedé helada. No sabía que ella lo sabía.
—Lo he visto con esa mujer —dijo bajito—. No quiero que sufras más.
En ese momento entendí que no solo yo estaba rota; mis hijos también sufrían. Y tenía que hacer algo, por ellos y por mí.
Esa noche, reuní el valor que me quedaba y hablé con Luis:
—No puedo seguir así. Necesito que te vayas. Necesito espacio para curarme, para pensar… para volver a ser yo.
Luis lloró. Me pidió perdón mil veces. Pero ya era tarde. Había cruzado una línea y yo necesitaba salvarme a mí misma antes que a nuestro matrimonio.
Los meses siguientes fueron duros. Aprendí a vivir sin él, a aceptar la ayuda de Carmen y de mis padres, a dejar que Pablo y Laura me cuidaran a su manera. Hubo días en los que quise rendirme, en los que el dolor físico y emocional era insoportable. Pero también hubo pequeños milagros: una tarde de risas con mis hijos viendo una película antigua; el abrazo de mi padre cuando terminé la última sesión de quimio; el sabor del primer café que pude tomar sin náuseas.
Poco a poco, empecé a reconstruirme. Me apunté a un grupo de apoyo en el hospital y conocí a otras mujeres que habían pasado por lo mismo. Compartimos miedos, lágrimas y también esperanza. Descubrí que no era débil por llorar ni por necesitar ayuda. Que la verdadera fuerza estaba en seguir adelante, aunque fuera despacio.
Hoy, un año después, sigo luchando. El cáncer está en remisión y aunque las cicatrices siguen ahí —en mi cuerpo y en mi corazón— he aprendido a mirarlas como recordatorios de todo lo que he superado. Luis intenta acercarse de vez en cuando, pero ya no le guardo rencor. Ahora sé que mi vida vale más que cualquier traición.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres habrán sentido esta soledad? ¿Cuántas habrán tenido que elegir entre su dignidad y el miedo a quedarse solas? ¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que reconstruirte desde cero?