Grietas en la Felicidad: Mi Lucha entre el Amor y el Soltar
—¿De verdad crees que esto es vida, Sergio? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, rebotando entre las paredes de nuestro piso en Chamberí. Era martes, casi medianoche, y yo acababa de llegar del trabajo, con la corbata torcida y el alma aún más desordenada.
Me quedé parado, con las llaves aún en la mano. El olor a tortilla fría flotaba en el aire. Sabía que la conversación era inevitable, pero no esperaba que empezara tan de golpe.
—No lo sé, Lucía. Últimamente no sé nada —respondí, intentando que mi voz no temblara.
Ella me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir invencible y ahora solo me devolvían mi propio reflejo cansado. Había una tristeza nueva en su rostro, una grieta que no supe ver hasta que fue demasiado tarde.
Nuestra historia comenzó como tantas otras: dos jóvenes universitarios en Madrid, tardes de cañas en Malasaña, promesas bajo la lluvia en la Gran Vía. Nos casamos rodeados de amigos y familia, convencidos de que el amor era suficiente. Pero la rutina es un animal silencioso que devora sin avisar.
Durante años, creímos ser felices. Teníamos un piso bonito, trabajos estables —yo en una gestoría, ella como profesora— y una hija preciosa, Paula. Pero algo empezó a romperse cuando Paula cumplió siete años. Las conversaciones se volvieron listas de la compra, los besos se transformaron en roces distraídos y las noches juntos eran solo dos cuerpos compartiendo cama por costumbre.
Todo cambió el día que conocí a Carmen en el trabajo. No fue un flechazo, ni una pasión arrolladora. Fue una complicidad tranquila, una risa compartida en la máquina de café. Carmen tenía esa forma de escuchar que te hacía sentir importante. No hubo infidelidad física, pero sí emocional. Y eso me destrozó por dentro.
Empecé a llegar tarde a casa. Lucía lo notó enseguida. Una noche, mientras cenábamos callados, soltó:
—¿Hay otra?
Me atraganté con el vino. Negué con la cabeza, pero ella ya sabía la respuesta. No hacía falta decirlo.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Paula nos miraba con ojos grandes, intentando entender por qué sus padres ya no reían juntos. Mi madre, Pilar, llamaba cada día para preguntar si todo iba bien. Yo mentía: «Sí, mamá, todo bien».
Un domingo por la tarde, después de una discusión absurda sobre quién debía sacar la basura, Lucía explotó:
—¡No puedo más! ¿Por qué no te vas si ya no quieres estar aquí?
Me quedé helado. ¿Irme? ¿Dejar mi casa, a mi hija? ¿Fracasar como marido y padre? En España, el qué dirán pesa como una losa. Mis amigos del barrio, mis suegros, incluso mi jefe… todos esperaban que yo fuera el hombre responsable, el que aguanta por la familia.
Pero yo ya no podía más. Me sentía vacío, atrapado en una vida que no era mía. Empecé a dormir en el sofá. Paula lloraba por las noches y yo me odiaba por hacerle daño.
Una tarde de lluvia, mi padre vino a verme al bar de la esquina. Pidió dos cañas y me miró serio:
—Sergio, tu madre está preocupada. ¿Qué pasa?
Le conté todo: mis dudas, mi miedo a perderlo todo, mi culpa por sentir algo por otra mujer sin haber hecho nada realmente malo.
Mi padre suspiró:
—Hijo, nadie te enseña a ser feliz. Pero tampoco a vivir con miedo toda la vida.
Esa noche lloré como un niño. Pensé en Lucía, en cómo habíamos llegado hasta aquí. Pensé en Paula y en cómo su infancia se estaba llenando de silencios incómodos y puertas cerradas.
Al día siguiente, Lucía y yo hablamos durante horas. Lloramos los dos. Nos dijimos verdades dolorosas:
—Te quiero —me dijo— pero no así. No quiero ser tu carcelera ni tu excusa para no ser feliz.
Decidimos separarnos. No fue fácil. Hubo reproches, abogados y noches sin dormir. Mis amigos me juzgaron; algunos dejaron de llamarme. Mi madre lloró durante semanas.
Pero poco a poco aprendí a vivir solo. A recoger a Paula los miércoles y llevarla al Retiro a dar de comer a los patos. A cenar solo frente al televisor sin sentirme un fracaso.
Carmen y yo nunca fuimos pareja. Ella se mudó a Valencia por trabajo y nuestra amistad quedó en mensajes esporádicos. Pero me ayudó a entender que merezco ser feliz sin hacer daño a nadie.
Hoy, tres años después, Lucía tiene una nueva pareja y yo he aprendido a quererme un poco más. Paula es una adolescente rebelde pero feliz; dice que prefiere padres separados pero sinceros.
A veces me pregunto si hice lo correcto. Si debí luchar más o aguantar por mi familia. Pero cuando veo a Paula reír o cuando Lucía me sonríe sin rencor al recogerla los domingos, siento que quizá las grietas eran necesarias para dejar entrar la luz.
¿Y vosotros? ¿Os habéis sentido alguna vez atrapados entre lo que se espera de vosotros y lo que realmente sentís? ¿Es egoísta buscar la felicidad propia cuando hay tanto en juego?