La traición en el pasillo del supermercado: Mi vida tras el engaño de quienes más amaba
—¿Por qué no contestas al móvil, Pablo? —mi voz temblaba, mientras el frío de la sección de congelados del supermercado me calaba hasta los huesos. Él, con la mirada perdida y las manos sudorosas, apenas pudo articular palabra. A su lado, Lucía, mi mejor amiga desde el colegio, bajó la cabeza y fingió buscar algo en su bolso. En ese instante, lo supe. No necesitaba más pruebas. El silencio entre los tres era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
Hasta ese día, mi vida era una rutina cómoda en el barrio de Chamberí: trabajo en una gestoría, cenas tranquilas en casa, domingos de vermut en la terraza con Pablo y Lucía. Siempre pensé que la estabilidad era sinónimo de felicidad. Pero aquel jueves por la tarde, mientras buscaba arroz para la paella del sábado, todo se desmoronó.
—¿Os conocéis? —pregunté, intentando mantener la compostura. Pablo balbuceó algo ininteligible. Lucía me miró con ojos vidriosos y murmuró: —Marta, tenemos que hablar.
Salimos a la calle. El aire madrileño olía a tormenta y a traición. Lucía empezó a llorar. Pablo no podía mirarme a los ojos. Sentí cómo mi corazón se rompía en mil pedazos.
—No era mi intención… —empezó Lucía—. Todo fue un error…
—¿Un error? —mi voz sonó más fuerte de lo que pretendía—. ¿Cuánto tiempo lleváis mintiéndome?
Pablo intentó acercarse, pero di un paso atrás. —Desde hace unos meses —confesó él, bajando la mirada.
El mundo se detuvo. Recordé todas las veces que Lucía se quedaba hasta tarde en casa, las risas compartidas, los secretos susurrados en la cocina mientras Pablo preparaba café. ¿Había sido todo una farsa?
Esa noche no dormí. El reloj marcaba las tres de la mañana cuando llamé a mi madre.
—Mamá, ¿puedo ir a casa? —pregunté entre sollozos.
—Claro, hija. Aquí te espero —su voz fue un bálsamo en medio del caos.
Al día siguiente, recogí algunas cosas y me fui al piso de mis padres en Alcorcón. Mi madre me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.
—La gente comete errores, Marta —me dijo mientras me preparaba una tila—. Pero tú tienes derecho a enfadarte, a llorar y a decidir qué hacer con tu vida.
Durante semanas viví en una especie de limbo. Pablo me escribía mensajes cada noche: “Lo siento”, “No quería hacerte daño”, “Te echo de menos”. Lucía también intentó llamarme varias veces, pero no contesté. Me sentía traicionada por las dos personas en las que más confiaba.
En el trabajo, mis compañeras notaron mi tristeza. Carmen, mi jefa, me invitó a comer un día y me dijo:
—Marta, no eres la primera ni serás la última que pasa por esto. Pero tienes que pensar en ti. ¿Qué quieres hacer ahora?
No tenía respuesta. Solo sabía que no podía seguir viviendo con esa herida abierta.
Un sábado por la mañana decidí volver al piso para recoger el resto de mis cosas. Pablo estaba allí, sentado en el sofá con cara de no haber dormido en días.
—Marta, por favor… —empezó él.
—No quiero oír excusas —le interrumpí—. Solo quiero entender por qué.
Se quedó callado unos segundos antes de responder:
—Me sentía solo… Tú estabas siempre ocupada con el trabajo… Lucía estaba ahí… No sé cómo pasó.
Sentí rabia e impotencia. ¿Era yo la culpable por trabajar demasiado? ¿O simplemente era más fácil buscar consuelo en alguien cercano?
—¿Y ahora qué? —pregunté al borde del llanto.
—No lo sé… —susurró Pablo—. Te quiero, pero también quiero ser honesto contigo.
Me marché sin mirar atrás. Durante semanas evité cualquier contacto con ambos. Me refugié en mi familia y en mis amigas del trabajo. Descubrí que podía reírme otra vez, aunque fuera entre lágrimas.
Un día recibí una carta de Lucía. Decía que lo sentía, que nunca quiso hacerme daño y que entendía si no podía perdonarla nunca. La leí una y otra vez antes de romperla en pedazos.
El tiempo fue pasando y poco a poco aprendí a vivir con el dolor. Empecé a salir sola por Madrid, a descubrir rincones nuevos, a disfrutar de mi propia compañía. Me apunté a clases de yoga y retomé la pintura, algo que había dejado años atrás.
Un año después del incidente, Pablo me pidió vernos para hablar por última vez. Nos encontramos en una cafetería cerca del Retiro.
—He aprendido mucho este año —me dijo—. Sé que te fallé y que no merezco tu perdón, pero quería darte las gracias por todo lo bueno que compartimos.
Le miré a los ojos y sentí paz por primera vez en mucho tiempo.
—Yo también he aprendido —le respondí—. Sobre todo, he aprendido a quererme más y a no conformarme con menos de lo que merezco.
Salí de aquella cafetería sintiéndome libre. Había perdido una pareja y una amiga, pero había recuperado algo mucho más valioso: mi dignidad y mi capacidad para confiar en mí misma.
Ahora me pregunto: ¿Es posible volver a confiar después de una traición así? ¿O la herida queda para siempre? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?