El regalo inesperado: la vida después de los sesenta
—¿Por qué estás tan serio, Tomás? —pregunté mientras apagaba la última vela de la tarta. Mis nietos aún reían en el salón, y mi hija Lucía recogía los platos con su marido, Sergio. Tomás me miraba con una mezcla de tristeza y determinación. Sacó una carta de su chaqueta y la dejó sobre la mesa, justo al lado del regalo envuelto en papel dorado que me había dado Lucía.
—Ábrela, por favor —dijo, sin mirarme a los ojos.
Pensé que serían entradas para ver a Ana Belén en el Teatro Real, o quizá una escapada a Granada, como solíamos hacer cuando los niños eran pequeños. Pero al abrir el sobre, sentí un frío recorrerme el cuerpo: «Solicitud de divorcio». Las palabras bailaban ante mis ojos. El murmullo de la familia en el salón se volvió lejano, como si estuviera bajo el agua.
—¿Esto es una broma? —susurré, incapaz de comprender.
Tomás negó con la cabeza. —Lo siento, Carmen. No puedo seguir fingiendo. Necesito empezar de nuevo.
Me quedé paralizada. ¿Empezar de nuevo? ¿A los sesenta años? ¿Después de cuarenta años juntos? Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Mi hija entró en la cocina y vio mi cara desencajada.
—¿Mamá? ¿Qué pasa?
No pude responder. Tomás se levantó y salió al balcón. Lucía miró la carta y su rostro se transformó en rabia.
—¡Papá! ¿Pero qué haces? ¡Hoy no! —gritó, corriendo tras él.
Me quedé sola en la cocina, rodeada de platos sucios y restos de tarta. Las voces se mezclaban con mis pensamientos: ¿qué había hecho mal? ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo?
Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi hermana Pilar venía cada tarde con café y pastas, intentando animarme.
—Carmen, eres fuerte. Siempre lo has sido. Pero tienes que dejar de culparte —me decía mientras me acariciaba la mano.
Pero yo no podía dejar de repasar cada discusión, cada silencio incómodo de los últimos años. Recordaba las veces que Tomás llegaba tarde del trabajo, las cenas en silencio frente al televisor, las vacaciones en las que parecía más interesado en su móvil que en mí.
Una tarde, mientras paseaba por el Retiro para despejarme, vi a una pareja mayor cogida de la mano. Sentí una punzada de envidia y rabia. ¿Por qué ellos sí y yo no?
Lucía insistía en que me mudara con ella y Sergio a su piso en Chamberí.
—Mamá, no puedes estar sola ahora. Vente con nosotros hasta que te sientas mejor.
Pero yo necesitaba mi espacio, aunque fuera pequeño y silencioso. Alquilé un piso modesto cerca del mercado de Maravillas. La primera noche allí lloré hasta quedarme dormida abrazada a una almohada.
Las llamadas de Tomás se volvieron escasas y formales. Solo hablábamos para temas del banco o del piso familiar. Un día vino a recoger unos libros y se quedó mirando las fotos antiguas en la estantería.
—No quiero hacerte daño —dijo en voz baja.
—Ya lo has hecho —respondí sin mirarle.
La familia tomó partido. Mi cuñada Mercedes me llamó para decirme que «quizá deberías haberle prestado más atención». Mi hermano Enrique me defendía: «Tomás es un cobarde, Carmen. Tú vales mucho más».
En el supermercado sentía las miradas de las vecinas del barrio. En España, aunque digan que ya no importa, una mujer divorciada sigue siendo tema de conversación en las reuniones familiares y en las colas del pan.
Empecé a ir a clases de pintura en el centro cultural del barrio. Allí conocí a Rosario, una viuda alegre que me animó a salir más.
—Carmen, la vida no se acaba porque un hombre decida irse. ¡Al contrario! Ahora puedes hacer lo que quieras sin dar explicaciones —me decía entre risas mientras mezclaba colores en su paleta.
Poco a poco fui recuperando las ganas de vivir. Empecé a viajar con Pilar los fines de semana: Toledo, Segovia, incluso nos atrevimos con una escapada a Lisboa. Descubrí que podía reírme otra vez, que podía disfrutar del silencio sin sentirme sola.
Un día recibí un mensaje inesperado de Tomás: «¿Podemos hablar?» Dudé antes de responder, pero accedí a verle en una cafetería cerca del Prado.
—He cometido muchos errores —admitió él, con la voz temblorosa—. No era feliz y pensé que marchándome encontraría algo mejor… pero solo he encontrado vacío.
Le miré largo rato antes de responder:
—Yo tampoco era feliz, Tomás. Pero ahora estoy aprendiendo a serlo sola. No sé si podré perdonarte algún día, pero sí sé que no quiero volver atrás.
Salí de la cafetería sintiéndome más ligera. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tenía el control sobre mi vida.
Hoy cumplo sesenta y uno. Lucía me ha regalado unas entradas para el teatro y Pilar ha preparado una tarta casera. Miro a mi alrededor y veo a mi familia, distinta pero unida. Sigo teniendo miedo al futuro, pero también esperanza.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han tenido que empezar de cero cuando pensaban que ya lo tenían todo hecho? ¿Y si la verdadera libertad llega cuando menos te lo esperas?