Entre fogones y plegarias: el arte de cocinar para Lucía

—¡Mamá, otra vez no! —gritó Lucía desde el salón, su voz rebotando en las baldosas frías de nuestro piso en Vallecas. El olor a cebolla frita llenaba la cocina, pero el rechazo de mi hija era más fuerte que cualquier aroma. Me quedé quieta, cuchara en mano, con el corazón encogido. ¿Por qué era tan difícil? ¿Por qué cada comida se convertía en una guerra?

Lucía tiene nueve años y un paladar tan exigente como su carácter. Desde que su padre se marchó hace dos años, todo ha sido cuesta arriba. Yo, Carmen, me convertí en madre, padre, cocinera y confidente. Pero de todas mis tareas, la de cocinar para Lucía era la más ingrata. No importaba si hacía croquetas caseras, lentejas con chorizo o una simple ensalada: siempre encontraba algo que criticar.

Aquella tarde, mientras removía la tortilla de patatas, sentí las lágrimas asomar. No podía permitirme llorar; no delante de ella. Así que apagué el fuego y me refugié en el baño. Allí, sentada en la tapa del váter, recé en silencio: “Señor, dame paciencia. Ayúdame a entenderla. Haz que encuentre alegría en lo pequeño”.

No soy una mujer especialmente religiosa, pero desde que todo se vino abajo, la oración se convirtió en mi tabla de salvación. Mi madre siempre decía: “Dios aprieta pero no ahoga”. Yo no estaba tan segura, pero necesitaba creer que alguien me escuchaba.

Esa noche cenamos pan con tomate y jamón. Lucía apenas probó bocado. Se fue a la cama sin decir buenas noches. Me quedé sola en la cocina, recogiendo los platos y preguntándome si alguna vez lograría que disfrutara de una comida hecha por mí.

Al día siguiente, decidí intentarlo de nuevo. Busqué recetas nuevas en internet: arroz al horno, pisto manchego, albóndigas en salsa… Pero el miedo al fracaso me paralizaba. ¿Y si volvía a rechazarlo todo? ¿Y si nunca conseguía que nuestra mesa fuera un lugar de encuentro y no de batalla?

En el supermercado, me crucé con Pilar, mi vecina del quinto. Me vio tan abatida que me invitó a tomar un café en su casa.

—Carmen, hija, no te lo tomes así —me dijo mientras removía el azúcar—. Los niños son así. Mi Sergio solo comía macarrones con tomate hasta los doce años.

—Pero yo quiero que Lucía coma bien —le respondí—. Que disfrute de lo que hago…

—¿Has probado a cocinar juntas? —me sugirió.

La idea me pareció absurda al principio. Lucía apenas tenía paciencia para sentarse a la mesa, ¿cómo iba a ayudarme a cocinar? Pero esa noche, mientras rezaba antes de dormir, sentí una especie de empujón interior: “Inténtalo”.

Al día siguiente, le propuse a Lucía preparar juntas una pizza casera.

—¿Puedo ponerle solo queso? —preguntó ella con desconfianza.

—Puedes ponerle lo que quieras —le respondí sonriendo.

Por primera vez en meses, vi un destello de entusiasmo en sus ojos. Amasamos la masa entre risas y harina volando por toda la encimera. Lucía eligió los ingredientes: tomate natural, mucho queso y unas rodajas de aceituna negra. Cuando sacamos la pizza del horno, el aroma llenó la casa y Lucía se lanzó sobre ella como si fuera un tesoro.

—¡Está buenísima! —exclamó con la boca llena.

Sentí una oleada de alivio y gratitud. Aquella noche recé dando gracias por ese pequeño milagro cotidiano.

A partir de entonces, cocinamos juntas una vez por semana. No siempre era fácil: había días en los que Lucía volvía a rechazar lo que hacíamos o se enfadaba porque algo no salía como esperaba. Pero poco a poco, la cocina dejó de ser un campo de batalla para convertirse en un espacio de encuentro.

Un sábado por la mañana, mientras preparábamos unas magdalenas para llevar al colegio, Lucía me miró y dijo:

—Mamá, ¿por qué rezas antes de cocinar?

Me sorprendió su pregunta. Dudé antes de responder:

—Porque necesito ayuda para tener paciencia… Y porque quiero que todo salga bien para ti.

Lucía se quedó pensativa unos segundos y luego me abrazó por la cintura.

No sé si fue la fe o simplemente el tiempo lo que obró el cambio. Pero aprendí que cocinar no era solo alimentar el cuerpo: era también alimentar el alma. Cada receta fallida era una oportunidad para aprender juntas; cada oración silenciosa era un recordatorio de que no estaba sola.

Hoy Lucía come mejor —aunque sigue siendo exigente— y nuestra relación ha cambiado. Ya no temo tanto sus críticas ni me derrumbo ante sus rechazos. He aprendido a reírme de mis errores y a celebrar los pequeños logros.

A veces me pregunto si otras madres sienten lo mismo: esa mezcla de frustración y amor infinito, ese deseo de hacerlo bien aunque nunca sea suficiente. ¿Y vosotras? ¿Habéis encontrado también consuelo en la fe o en los pequeños milagros del día a día?