Candados en la Nevera: El Hambre Invisible en Casa

—¡¿Otra vez, Lucía?! —grité desde la cocina, con la puerta de la nevera abierta y el frío golpeándome la cara. El envase vacío del flan que había guardado con tanto esmero la noche anterior me miraba desde el estante, como burlándose de mí. Sentí una mezcla de rabia y resignación. No era la primera vez. Ni sería la última.

Lucía apareció en el umbral, con esa sonrisa suya que siempre desarma, pero esta vez no me iba a dejar convencer tan fácilmente.

—¿Qué pasa ahora, Sergio? —preguntó, fingiendo inocencia.

—¿De verdad no lo sabes? —Le mostré el envase vacío—. ¿Te acuerdas de ese flan que compré para darme un capricho después del trabajo? Pues ha desaparecido. Como por arte de magia.

Ella se encogió de hombros y se sentó en la mesa, hojeando el móvil como si nada.

—Tenía hambre. ¿Qué quieres que haga? —dijo, sin levantar la vista.

Me quedé mirándola, intentando recordar en qué momento la convivencia se había convertido en una lucha diaria por la comida. Cuando nos mudamos juntos a este piso de Lavapiés, todo era ilusión y promesas de cenas románticas. Ahora, la nevera era un campo de batalla.

No era solo el flan. Era el queso manchego que desaparecía misteriosamente, las cervezas que nunca llegaban al fin de semana, el jamón serrano que compraba para las visitas y que, mágicamente, se esfumaba antes de que llegara nadie. Y siempre la misma excusa: “Tenía hambre”.

Una noche, después de una jornada agotadora en la oficina, llegué a casa soñando con la lasaña que había preparado el domingo. Abrí la nevera y, por supuesto, solo quedaban las migas. Sentí una punzada de rabia. Me senté en el sofá, con el estómago vacío y la cabeza llena de reproches.

—¿No podrías dejarme algo, aunque sea una esquina? —le solté cuando entró en el salón.

—Sergio, no exageres. Si tienes hambre, pide comida —respondió, sin mirarme.

—¿Y si no quiero pedir? ¿Y si quiero comer lo que he comprado y cocinado yo?

—Pues compra más —dijo, encogiéndose de hombros.

Esa noche dormí mal. Soñé que la nevera tenía un candado enorme y que yo era el único con la llave. Me desperté sudando, con la sensación de que algo se había roto entre nosotros.

Al día siguiente, en el trabajo, no pude concentrarme. Se lo conté a mi compañero, Álvaro, entre risas y quejas.

—Tío, ponle un candado a la nevera —me dijo, medio en broma, medio en serio.

La idea me rondó la cabeza todo el día. ¿Hasta dónde podía llegar esto? ¿Era normal tener que proteger tu comida de tu propia pareja? ¿O era yo el egoísta por no compartir?

Esa tarde, pasé por el chino de la esquina y pregunté por candados para neveras. El dependiente, un hombre mayor con acento gallego, me miró como si estuviera loco.

—¿Para la nevera? ¿Pero qué guardas ahí, oro?

Me reí, pero por dentro sentía una mezcla de vergüenza y desesperación.

Esa noche, Lucía llegó tarde. Yo estaba sentado en la cocina, con el candado en la mano. Cuando entró, me miró sorprendida.

—¿Qué haces con eso?

—Voy a ponerle un candado a la nevera —dije, intentando sonar firme.

Se echó a reír.

—¿En serio? ¿No te parece un poco exagerado?

—No es solo por la comida, Lucía. Es que siento que no respetas mis cosas. Ni mis pequeños placeres. Siempre es lo mismo: “Tenía hambre”. Pero yo también tengo hambre. De sentirme cuidado, de que pienses en mí cuando te comes mi parte.

Su risa se apagó. Se sentó frente a mí y por primera vez en mucho tiempo, hablamos de verdad. Me contó que desde pequeña había tenido miedo a quedarse sin comida. Que en su casa, con tres hermanos y poco dinero, quien no corría no comía. Que para ella, comer lo que había era casi un acto reflejo, una forma de calmar una ansiedad antigua.

Me quedé callado. No sabía qué decir. Por un lado, entendía su miedo. Por otro, sentía que mis necesidades también importaban.

—¿Y si hacemos una lista? —propuse—. Cada uno tiene su parte en la nevera. Y lo que es de los dos, lo compartimos. Pero lo demás, se respeta.

Lucía asintió, aunque no parecía convencida.

Durante unas semanas funcionó. Pegamos post-its en los tuppers: “Para Lucía”, “Para Sergio”, “Para los dos”. Pero poco a poco, los límites se fueron difuminando. Un día faltaba mi yogur; otro, su chocolate. Las discusiones volvieron. El candado seguía en el cajón, como una amenaza silenciosa.

Una tarde, después de una pelea especialmente tonta por unas croquetas, me fui a casa de mi madre en Vallecas. Al contarle lo del candado, se echó a reír.

—Hijo, eso pasa en todas las casas. Tu padre me escondía los bombones detrás de los libros. Y yo le cambiaba el azúcar por sal para que aprendiera.

Me hizo gracia, pero también me hizo pensar. ¿Era esto el amor? ¿Una guerra fría por la comida? ¿O era una excusa para no hablar de lo que realmente nos faltaba?

Volví a casa esa noche y encontré a Lucía llorando en la cocina. Me senté a su lado y le cogí la mano.

—No quiero ponerle un candado a la nevera —le dije—. Quiero que encontremos una forma de cuidarnos los dos. De verdad.

Nos abrazamos y lloramos juntos. Decidimos ir a terapia de pareja. No solo por la comida, sino por todo lo que se había acumulado entre nosotros: las pequeñas heridas, los silencios, los miedos heredados.

Hoy, meses después, la nevera sigue sin candado. A veces desaparece algo y nos reímos. Otras veces discutimos, pero ya no es solo por la comida. Hemos aprendido a hablar antes de que el hambre se convierta en guerra.

A veces me pregunto: ¿Cuántas parejas habrá en España peleándose ahora mismo por un simple yogur? ¿Cuántas guerras invisibles se libran cada noche en las cocinas del país? ¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que necesitabais un candado para proteger algo más que comida?