Cuando la familia se rompe por dentro: el día que casi perdí a mis hijos

—¿Pero cómo se te ocurre, Lucía? ¡Ese piso es tuyo! —La voz de mi madre retumbaba en el salón, mientras yo, con las manos temblorosas, intentaba explicarle que solo quería ayudar a mi hermano, Álvaro.

Era una tarde de abril en Madrid, y el cielo amenazaba tormenta. Mi madre, Carmen, siempre tan protectora, no podía entender por qué había decidido compartir mi pequeño apartamento en Lavapiés con Álvaro, justo cuando él y su mujer, Marta, estaban a punto de tener su primer hijo.

—Mamá, solo será un par de meses. El piso de ellos está en obras y no pueden permitirse un alquiler ahora. Además, Marta está de baja y Álvaro no encuentra trabajo desde que cerraron la tienda —intenté razonar, pero ella solo suspiró, llevándose una mano al pecho.

No era la primera vez que discutíamos por cosas así. Desde que papá murió, mamá se había aferrado a nosotros como si fuéramos lo único que le quedaba. Pero esta vez, la tensión era distinta. Había algo en su mirada, una mezcla de miedo y orgullo herido, que me hizo sentir culpable por querer ayudar.

La decisión estaba tomada. Álvaro y Marta llegaron con sus cajas una mañana lluviosa. El piso era pequeño, pero nos apañamos. Al principio, todo fue cordial. Marta cocinaba, Álvaro limpiaba, y yo intentaba no molestar demasiado. Pero la convivencia pronto empezó a mostrar sus grietas.

—Lucía, ¿has visto mis llaves? —gritó Álvaro desde el pasillo.
—No, ¿por qué no las dejas en el cuenco de la entrada como todos? —respondí, ya cansada de su desorden.

Las discusiones eran cada vez más frecuentes. Marta lloraba por las noches, preocupada por el bebé. Yo me sentía una extraña en mi propia casa. Y entonces apareció Silvia.

Silvia era mi mejor amiga desde la universidad. Siempre había sido directa, incluso demasiado. Una tarde, mientras tomábamos café en la cocina, me soltó:

—No entiendo por qué te dejas pisotear así. Ese piso es tuyo. Álvaro siempre ha sido un egoísta y tu madre lo consiente. ¿No ves que te están utilizando?

Sus palabras me dolieron más de lo que quería admitir. Empecé a mirar a mi hermano con otros ojos. ¿Y si tenía razón? ¿Y si estaba sacrificando mi tranquilidad por una familia que solo pensaba en sí misma?

Esa noche, después de una discusión especialmente tensa por el baño —Marta necesitaba ducharse cada dos horas por el calor del embarazo y yo llegaba tarde al trabajo—, exploté.

—¡No puedo más! Este piso es mío y no tengo por qué aguantar esto. —Mi voz temblaba, pero no me detuve—. Os vais a tener que buscar otro sitio.

El silencio fue absoluto. Marta rompió a llorar. Álvaro me miró con una mezcla de rabia y decepción.

—¿De verdad nos vas a echar ahora? ¿A dos meses de que nazca el niño? —me espetó.

No supe qué responder. Me encerré en mi habitación y lloré hasta quedarme dormida.

Al día siguiente, mamá vino a casa. Silvia le había llamado. No sé qué le dijo exactamente, pero cuando entró en mi cuarto, supe que algo se había roto.

—Lucía, hija, ¿qué te pasa? —preguntó con voz suave.
—Nada, mamá. Solo estoy cansada. —No podía mirarla a los ojos.
—Silvia dice que no quieres a tu hermano. Que siempre has sentido celos de él. —Su tono era acusador, pero también dolido.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso pensaba de mí? ¿Que era una egoísta? ¿Que no quería a mi familia?

Las semanas siguientes fueron un infierno. Álvaro y Marta se mudaron a casa de mis padres. Mamá apenas me hablaba. Silvia intentaba animarme, pero cada vez que la veía sentía rabia. ¿Por qué se había metido donde no la llamaban?

El día que nació mi sobrino, todo cambió. Marta tuvo complicaciones y estuvo a punto de perder al bebé. Cuando recibí la llamada de Álvaro desde el hospital, su voz rota me hizo olvidar todo lo demás.

—Lucía, por favor, ven. Te necesitamos.

Corrí al hospital sin pensar. Cuando llegué, vi a mi hermano llorando como un niño. Mamá me abrazó y lloramos juntas. Marta estaba débil pero el bebé estaba bien. En ese momento supe que nada importaba más que ellos.

Después de aquello, las cosas no volvieron a ser como antes, pero aprendimos a perdonarnos. Silvia y yo dejamos de hablar durante meses. Mamá entendió que no podía controlar nuestras vidas. Álvaro y Marta encontraron un piso cerca y nos visitan cada domingo.

A veces me pregunto si hice bien en dejarme influenciar por Silvia, o si debería haber puesto límites antes. ¿Hasta dónde debemos sacrificarnos por la familia? ¿Y cuándo es justo pensar en uno mismo? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?