El tren a Barcelona: Una maternidad inesperada

—¿Por qué lloras tanto, pequeña? —susurré, intentando calmar a la bebé que alguien había dejado en el asiento de al lado, envuelta en una mantita azul con bordados de estrellas. El traqueteo del tren apenas lograba acallar sus sollozos. Miré alrededor, buscando a la madre, al padre, a cualquier adulto que pudiera reclamarla. Nadie. Solo el murmullo de los pasajeros y el paisaje árido de Aragón deslizándose tras la ventana.

Me llamo Carmen y tenía treinta y seis años cuando subí a aquel tren rumbo a Barcelona, huyendo de una vida que se me caía encima: un matrimonio roto, una madre enferma en Zaragoza y un trabajo que detestaba. Pensé que el viaje sería un paréntesis, una pausa para respirar. Pero entonces apareció ella, la bebé de ojos enormes y pelo oscuro, abandonada en el asiento 14B.

—¿Alguien ha visto a la madre de esta niña? —pregunté en voz alta, con la voz temblorosa. Un hombre mayor, don Manuel, levantó la vista de su periódico.

—Lleva llorando desde Calatayud. Nadie se ha acercado —dijo encogiéndose de hombros.

El revisor llegó poco después. Le expliqué lo sucedido mientras la niña seguía llorando, aferrada a mi dedo con una fuerza inesperada.

—No podemos parar el tren hasta Lleida —dijo el revisor, nervioso—. Llamaré a la policía para que nos esperen allí.

Durante las dos horas siguientes, nadie vino a reclamar a la niña. La acuné, le canté nanas que mi abuela me enseñó en Teruel y sentí cómo algo dentro de mí se quebraba y se recomponía al mismo tiempo. Recordé mi propio deseo frustrado de ser madre, las discusiones con mi exmarido, las noches en vela pensando en lo que nunca sería.

En Lleida, la policía subió al tren. Me pidieron que entregara a la niña. Sentí un nudo en el estómago.

—¿Puedo acompañarla al hospital? —pregunté casi suplicando.

El agente asintió y me permitió ir con ellos. En urgencias, mientras los médicos revisaban a la pequeña, una enfermera me preguntó:

—¿Es su hija?

Negué con la cabeza, pero no pude evitar las lágrimas. Me senté en la sala de espera, rodeada de desconocidos, preguntándome por qué aquella niña había aparecido en mi vida justo cuando más vacía me sentía.

Esa noche dormí en una pensión barata cerca del hospital. No podía dejar de pensar en ella. Al día siguiente volví y pregunté por la bebé.

—La llamamos Lucía —me dijo la trabajadora social—. No hemos encontrado a ningún familiar. ¿Quiere verla?

Entré en la habitación y allí estaba Lucía, dormida, con los puños cerrados y el ceño fruncido como si luchara contra el mundo incluso en sueños. Me acerqué despacio y le acaricié la mejilla. Abrió los ojos y me miró como si me reconociera.

Durante los días siguientes, volví cada tarde al hospital. Los médicos y las enfermeras empezaron a sonreírme con complicidad. La trabajadora social me explicó que si nadie reclamaba a Lucía, pasaría a tutela del Estado.

—¿Ha pensado en acogerla? —me preguntó una tarde.

Sentí vértigo. ¿Yo? ¿Con mi vida hecha trizas? Pero algo dentro de mí gritaba que sí.

Llamé a mi madre en Zaragoza.

—Mamá, he encontrado una niña… Bueno, más bien ella me ha encontrado a mí.

Mi madre guardó silencio unos segundos.

—Hija, quizá sea una señal. Siempre has querido ser madre…

Mi hermana Laura fue menos comprensiva cuando se lo conté por teléfono:

—¿Estás loca? Bastante tienes con tus problemas como para meterte en esto.

Pero no podía dejar de pensar en Lucía. Inicié los trámites para acogerla temporalmente. Fueron semanas de papeleo, entrevistas y dudas. Mi exmarido, Javier, apareció de repente queriendo opinar sobre mi vida:

—¿De verdad crees que puedes criar sola a una niña abandonada?

Le respondí con una serenidad que no sabía que tenía:

—No estoy sola. Tengo a Lucía.

El día que me permitieron llevarla a casa fue uno de los más felices y aterradores de mi vida. Compré una cuna de segunda mano, ropa diminuta y biberones. Las primeras noches fueron un caos: llantos, pañales, miedo a no estar haciéndolo bien. Pero cada sonrisa de Lucía era un milagro.

La noticia corrió por el barrio como la pólvora. Algunos vecinos me miraban con admiración; otros cuchicheaban sobre «la loca que se ha traído un bebé del tren». Pero yo solo veía a Lucía y sentía que todo tenía sentido por primera vez en años.

Un día recibí una carta del juzgado: habían localizado a la madre biológica de Lucía. Sentí pánico ante la idea de perderla. Me citaron para una reunión.

La madre biológica era una chica joven, apenas veinte años, con los ojos rojos y las manos temblorosas.

—No podía cuidarla —me dijo entre sollozos—. No tengo familia ni trabajo… Solo quería que alguien le diera lo que yo no podía.

La abracé sin pensarlo. Lloramos juntas por todo lo perdido y lo encontrado.

Finalmente, la joven renunció a la custodia y yo pude adoptar legalmente a Lucía. Mi madre vino desde Zaragoza para celebrar conmigo; incluso Laura acabó aceptando a Lucía como parte de nuestra familia.

Hoy Lucía tiene tres años y cada día me enseña algo nuevo sobre el amor y el coraje. A veces pienso en aquel tren y en cómo una vida puede cambiar en un instante.

¿Quién decide cuándo estamos preparados para amar? ¿Y si las familias no se forman solo por sangre sino también por los milagros inesperados del destino?