La mudanza que desgarró mi familia: una historia desde un barrio de Madrid
—¿De verdad crees que esto es lo mejor para todos? —le pregunté a Ricardo mientras apretaba los puños, sintiendo cómo la rabia y el miedo me subían por la garganta.
Él no me miró. Seguía metiendo sus camisas en la maleta, una tras otra, como si hacer las cosas deprisa pudiera evitar el desastre. Afuera, el cielo de Madrid estaba encapotado y las voces de los niños jugando en el patio del bloque se colaban por la ventana abierta. Yo sabía que esa sería la última vez que escucharía ese bullicio familiar.
Todo empezó dos meses antes, cuando Ricardo llegó a casa con la noticia: le habían ofrecido un puesto mejor pagado en una empresa de logística en Alcalá de Henares. «Es una oportunidad, Lucía. No podemos dejarla pasar», me dijo, con esa seguridad suya que siempre me había parecido tan atractiva y ahora me resultaba insoportable. Yo llevaba toda la vida en ese barrio de Vallecas, rodeada de mis padres, mis amigas del colegio, los comercios donde me fiaban cuando llegaba justa a fin de mes. Mis hijos, Marta y Sergio, tenían sus amigos, su colegio, su rutina. Pero para Ricardo todo eso era secundario frente al ascenso.
—No quiero irme —le dije una noche, cuando los niños dormían y el silencio pesaba como una losa.
—No podemos quedarnos aquí toda la vida —contestó él, sin mirarme—. ¿No ves que esto es por el bien de todos?
Pero yo sí veía. Veía el miedo en los ojos de Marta cuando le hablamos de cambiar de colegio. Veía cómo Sergio apretaba los dientes para no llorar delante de su padre. Veía a mi madre, sentada en su sillón, preguntándome con voz temblorosa si iba a dejarla sola.
La tensión fue creciendo como una grieta en la pared del salón. Empezamos a discutir por cualquier cosa: por la compra, por los deberes de los niños, por el ruido del televisor. Una noche, después de una pelea especialmente amarga, Ricardo se fue a dormir al sofá. Yo me quedé sentada en la cama, mirando el techo y preguntándome en qué momento habíamos dejado de ser un equipo.
El día de la mudanza llegó con un cielo gris y una humedad pegajosa. Mi padre vino a ayudar con las cajas. No dijo nada cuando vio mis ojos hinchados de tanto llorar; solo me abrazó fuerte y me susurró al oído: «Haz lo que tengas que hacer para ser feliz». Pero ¿cómo podía ser feliz si sentía que estaba traicionando a todos?
En Alcalá todo era diferente. El piso era más grande, sí, pero frío y sin alma. Los vecinos apenas saludaban en el ascensor. Marta empezó a tartamudear y Sergio se volvió más callado que nunca. Yo intenté poner buena cara, pero cada vez que llamaba a mi madre y la oía llorar al otro lado del teléfono, sentía que me partía en dos.
Ricardo llegaba tarde del trabajo y apenas hablábamos. Una noche, mientras cenábamos en silencio, Marta rompió a llorar:
—Quiero volver a casa —sollozó—. Odio este sitio.
Ricardo se levantó bruscamente y salió dando un portazo. Yo abracé a mis hijos y les prometí que todo iría bien, aunque ni yo misma lo creía.
Las semanas pasaron y la distancia entre Ricardo y yo se hizo insalvable. Un sábado por la mañana, después de otra discusión sobre el dinero y los niños, él me miró con una frialdad desconocida:
—Si no eres capaz de adaptarte, quizá deberías volver con tus padres —me dijo.
Sentí como si me hubieran arrancado el suelo bajo los pies. ¿Eso era todo? ¿Después de quince años juntos, todo se reducía a elegir entre él o mi vida anterior?
Esa noche no dormí. Me levanté al amanecer y salí a caminar por las calles vacías de Alcalá. Pensé en mi madre sola en Vallecas, en mis hijos tristes, en mí misma perdida en un lugar donde no reconocía ni mi reflejo en el espejo.
Al volver a casa, tomé una decisión. Hablé con Ricardo mientras los niños dormían:
—No puedo más —le dije—. Me estoy perdiendo a mí misma aquí. No quiero que nuestros hijos crezcan pensando que hay que renunciar a todo por miedo o por comodidad.
Él no dijo nada durante un largo rato. Finalmente asintió con la cabeza y se fue al dormitorio sin mirarme.
Poco después volví con los niños a Vallecas. Mis padres nos recibieron con lágrimas y abrazos. Marta volvió a sonreír poco a poco; Sergio recuperó su alegría. Yo encontré trabajo en una tienda del barrio y empecé terapia para aprender a perdonarme.
Ricardo y yo nos separamos oficialmente unos meses después. Fue doloroso, pero necesario. A veces hablamos por teléfono sobre los niños; otras veces pienso en lo que pudo haber sido si hubiéramos escuchado más y cedido menos.
Ahora, cuando paseo por las calles de mi barrio y veo a mis hijos jugar donde yo jugaba de niña, me pregunto: ¿Hice bien al elegir mi felicidad antes que mantener unida la familia? ¿Es posible reconstruirse sin romper todo lo demás? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?