Entre dos mundos: Cuando mi suegra vive en mi casa sin estar presente
—¿Otra vez Carmen? —pregunté, intentando que mi voz no temblara mientras veía a Fernando mirar el móvil con esa mezcla de preocupación y ternura que sólo reservaba para su madre.
—Es solo un momento, Iwona. Ya sabes cómo es… —me respondió él, casi en un susurro, como si temiera que la propia doña Carmen pudiera oírnos desde el otro lado de la ciudad.
Pero yo sí sabía cómo era. Sabía que cada llamada era una grieta más en nuestro matrimonio. Sabía que cada vez que Fernando salía corriendo porque su madre lo necesitaba para arreglarle la caldera, para acompañarla al médico o simplemente para escucharle despotricar sobre la vecina del quinto, yo me quedaba sola, invisible, en nuestra casa de Getafe.
No fue siempre así. Cuando nos mudamos juntos, pensé que por fin tendríamos nuestro espacio. Pero doña Carmen nunca aceptó perder el control sobre su hijo. Al principio eran visitas los domingos, luego llamadas diarias, después mensajes a cualquier hora: “Fernando, ¿has comido bien hoy?”, “Fernando, ¿te acuerdas de comprarme el pan?”, “Fernando, ¿por qué no vienes a cenar esta noche?”.
Yo intentaba ser comprensiva. En España, la familia es sagrada, me repetía. Pero ¿y mi familia? ¿Y nosotros? ¿Y yo?
Una tarde de enero, mientras preparaba una tortilla de patatas para cenar, escuché a Fernando reírse al teléfono. Me acerqué a la puerta de la cocina y le vi sentado en el sofá, con el móvil pegado a la oreja y esa sonrisa boba que ya no me dedicaba a mí.
—Sí, mamá… sí… claro que sí… mañana paso por tu casa y te llevo las medicinas…
Me mordí el labio para no gritar. Apagué el fuego y salí al balcón. El frío me cortó la piel, pero preferí eso antes que seguir escuchando cómo mi marido se desvivía por una mujer que no era yo.
Esa noche no dormí. Me di cuenta de que doña Carmen no vivía con nosotros, pero estaba en todas partes: en el armario donde Fernando guardaba una muda “por si mamá me necesita”, en la nevera llena de tuppers que ella le preparaba “porque tú trabajas mucho y no tienes tiempo”, en las fotos de nuestra boda donde ella ocupaba el centro y yo quedaba a un lado.
Un sábado por la mañana, mientras desayunábamos, Fernando me miró con esa expresión de niño pequeño que pone cuando quiere pedirme algo difícil:
—Cariño… ¿te importa si mamá viene a pasar unos días aquí? Está un poco sola desde que murió el tío Antonio y…
No le dejé terminar.
—¿Y yo? —pregunté, con la voz rota—. ¿Tú sabes lo sola que estoy yo en esta casa?
Fernando se quedó callado. Bajó la mirada y jugueteó con la taza de café. Por primera vez en años sentí que mis palabras le habían alcanzado.
—No es lo mismo, Iwona… tú tienes tu trabajo, tus amigas… Mamá solo me tiene a mí.
Me levanté de la mesa y fui al baño. Cerré la puerta y me miré al espejo. ¿Quién era esa mujer con ojeras y el pelo desordenado? ¿En qué momento dejé de ser protagonista de mi vida para convertirme en figurante?
Esa tarde llamé a mi amiga Lucía. Le conté todo entre lágrimas.
—Tienes que poner límites —me dijo—. Si no lo haces tú, nadie lo hará por ti.
Pero poner límites en una familia española es casi un sacrilegio. ¿Cómo decirle a Fernando que su madre no puede ser el centro de todo? ¿Cómo explicarle a doña Carmen que su hijo ya tiene otra familia?
La semana siguiente fue un infierno. Doña Carmen llamó tres veces al día. Fernando empezó a dormir con el móvil bajo la almohada “por si mamá necesita algo”. Yo empecé a llegar tarde a casa sólo para evitar encontrarme con ellos hablando de sus cosas.
Una noche, mientras cenábamos en silencio, exploté:
—No puedo más, Fernando. No puedo vivir con tu madre aunque no esté aquí físicamente. Está en todo lo que hacemos. Siento que nuestra vida gira en torno a ella y yo… yo ya no sé quién soy.
Fernando me miró como si acabara de descubrirme por primera vez.
—¿De verdad te sientes así?
Asentí. Las lágrimas rodaban por mis mejillas sin control.
—No quiero elegir entre tú y mamá —susurró él.
—No tienes que elegir —le respondí—. Solo quiero que entiendas que también existo. Que también necesito tu atención, tu cariño… tu tiempo.
Esa noche hablamos durante horas. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Fernando me escuchó de verdad. Le expliqué cómo me sentía invisible, cómo cada llamada de su madre era una puñalada silenciosa. Él prometió intentar cambiar las cosas.
No fue fácil. Doña Carmen se ofendió cuando Fernando empezó a poner límites: “¿Ahora resulta que tu mujer es más importante que tu madre?”, le reprochó una tarde por teléfono. Yo escuché la conversación desde la cocina y sentí una mezcla de culpa y alivio.
Poco a poco, las cosas empezaron a mejorar. Fernando dejó de contestar todas las llamadas al instante. Empezamos a salir más juntos, a recuperar pequeñas rutinas perdidas: un paseo por El Retiro los domingos, una cena improvisada en casa sin tuppers ajenos.
Pero doña Carmen seguía ahí, como una sombra silenciosa. A veces pienso que nunca dejará de estarlo del todo.
Hoy escribo esto sentada en nuestro salón, mientras Fernando lee un libro a mi lado. El móvil está lejos, en silencio. Por primera vez en mucho tiempo siento paz.
¿Hasta dónde debemos ceder por la familia? ¿Dónde están los límites entre cuidar a los nuestros y olvidarnos de nosotros mismos? Me gustaría saber si alguna vez habéis sentido lo mismo…