Solo una cena, ¿qué problema puede haber?

—¿Solo una cena? ¿Qué problema puede haber en eso? —escuché a Luis desde el salón, mientras yo removía el sofrito en la sartén y sentía cómo la rabia me subía por la garganta.

No era la primera vez que lo decía, pero esa noche, después de un día agotador en la oficina y otro aún más largo en casa, la frase me atravesó como una daga. Me giré, con el cucharón aún en la mano, y le miré a los ojos. Él ni siquiera levantó la vista del móvil.

—¿Sabes qué? Hazla tú —le solté, intentando que mi voz no temblara.

Luis levantó una ceja, sorprendido. —¿Pero qué te pasa ahora, Carmen? Si solo te he preguntado por la cena…

No respondí. Apagué el fuego, dejé la sartén sobre la encimera y salí del comedor. Me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía ojeras, el pelo recogido a toda prisa y una camiseta manchada de tomate. ¿En qué momento me había convertido en esto? ¿En la mujer invisible que sostiene la casa para que todo funcione y nadie lo note?

Esa noche no hubo cena. Luis se preparó un bocadillo y los niños, Marta y Sergio, protestaron porque no había croquetas ni ensalada. Yo me fui a la cama temprano, fingiendo dolor de cabeza.

Al día siguiente, decidí no hacer nada. Nada de lavadoras, nada de recoger los platos del desayuno, nada de preparar mochilas ni buscar calcetines perdidos. Me limité a ir a trabajar y, al volver, me senté en el sofá con un libro. Luis llegó tarde; Marta no encontraba su camiseta del entrenamiento y Sergio lloraba porque no encontraba su cuaderno de mates.

—¿No vas a hacer la cena? —preguntó Luis, ya algo molesto.

—No —respondí sin levantar la vista del libro—. Hoy tampoco.

El caos se instaló en casa. Los platos se amontonaron en el fregadero, las mochilas seguían abiertas en el pasillo y nadie sabía dónde estaban las llaves del coche. Luis empezó a perder la paciencia.

—Esto es insostenible —me dijo una noche—. ¿Por qué estás haciendo esto?

Le miré fijamente. —Porque quiero que entiendas lo que significa cargar con todo esto cada día. Porque tú crees que solo es «una cena», pero es mucho más: es pensar en la compra, en los horarios de los niños, en las citas médicas, en las reuniones del colegio… Es estar pendiente de todo para que tú solo tengas que sentarte a comer.

Luis guardó silencio. Por primera vez le vi dudar.

Al día siguiente intentó preparar la comida. Quemó el arroz y olvidó comprar pan. Los niños protestaron aún más. Yo seguí sin intervenir. Mi madre me llamó preocupada: «Carmen, hija, ¿qué pasa en tu casa? Marta dice que está todo hecho un desastre».

—Nada, mamá. Solo estoy cansada —le respondí, tragando saliva.

En el trabajo tampoco estaba mejor. Mi jefa, Pilar, me pidió que hiciera horas extra porque «tú siempre puedes con todo». Sentí ganas de gritarle que no podía más, ni en casa ni fuera de ella.

Una tarde, al recoger a Sergio del fútbol, me encontré con Laura, la madre de uno de sus compañeros. Me preguntó si estaba bien; le confesé entre lágrimas lo que pasaba en casa.

—A mí me pasó igual con Juan —me dijo—. Hasta que un día dejé de hacerlo todo y él tuvo que espabilar. No somos criadas, Carmen.

Esa noche Luis intentó hablar conmigo:

—Carmen, lo siento. No me daba cuenta de todo lo que hacías… Pero esto no puede seguir así. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—Te lo dije muchas veces —le respondí—. Pero nunca escuchabas.

Luis se quedó callado. Por primera vez le vi vulnerable, como si se diera cuenta de que podía perderme.

Los días siguientes fueron extraños. Luis empezó a implicarse más: llevó a los niños al colegio, hizo la compra (aunque olvidó la leche), intentó limpiar el baño (sin mucho éxito). Los niños también ayudaron: Marta puso la mesa y Sergio recogió sus juguetes sin protestar demasiado.

Poco a poco la casa volvió a funcionar, pero de otra manera. Ya no era yo sola quien sostenía todo; ahora éramos un equipo imperfecto pero real.

Una tarde, mientras doblábamos ropa juntos, Luis me miró y dijo:

—Gracias por abrirme los ojos. No quiero volver a ser ese hombre ciego.

Le sonreí con tristeza y alivio. Sabía que aún quedaba mucho camino por recorrer; las heridas no se curan en dos semanas ni los hábitos cambian tan rápido.

A veces me pregunto si hice bien en provocar este caos para que todos vieran mi cansancio. ¿Era necesario llegar tan lejos para que me vieran? ¿Cuántas mujeres más siguen siendo invisibles en sus propias casas?

¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis sentido que vuestro esfuerzo no vale nada hasta que dejáis de hacerlo?