Promesas a Orillas del Magdalena

—¿Te acuerdas cuando dijiste que íbamos a ver la película juntos? —le pregunté a Mariana, sin poder evitar que mi voz temblara, mientras el sol caía sobre el Magdalena y las lanchas pasaban dejando estelas de espuma y promesas rotas.

Ella no me miró. Se quedó viendo el agua, como si buscara en el río una respuesta que yo no podía darle. —Al final no fuimos, ¿verdad? —susurró, y sentí que algo dentro de mí se rompía, como cuando uno ve a su mamá llorar por primera vez.

Éramos dos adolescentes en Barrancabermeja, soñando con escapar de la rutina, de los gritos de nuestros padres y del olor a petróleo que lo impregnaba todo. Mariana quería ser arquitecta; yo, periodista. Nos sentábamos en la orilla del río y hablábamos de Bogotá, de Medellín, de ciudades donde nadie nos conociera y donde los apellidos no pesaran tanto.

—Cuando termine el colegio, me voy —le dije una vez. Ella sonrió, pero sus ojos estaban llenos de miedo.

—¿Y si no podemos? ¿Y si nos toca quedarnos aquí para siempre?

No supe qué responderle. En mi casa, mi papá llegaba cansado de la refinería y mi mamá contaba las monedas para comprar arroz. A veces discutían por cosas pequeñas: el recibo de la luz, el uniforme de mi hermana menor, la plata que nunca alcanzaba. Yo me encerraba en mi cuarto y escribía historias en un cuaderno viejo, soñando con publicarlas algún día.

Una tarde, mientras ayudaba a mi mamá a vender empanadas en la esquina, vi pasar a Mariana con su papá. Él era taxista y siempre andaba con una cara dura, como si el mundo le debiera algo. Me saludó con un gesto seco y Mariana me lanzó una mirada rápida, como pidiéndome perdón por algo que ninguno de los dos había hecho.

Esa noche discutí con mi papá. Me dijo que dejara de perder el tiempo escribiendo y buscara trabajo en la refinería. —¿De qué sirve soñar si aquí nadie sale adelante? —gritó. Yo le respondí mal y él me pegó una cachetada. Sentí rabia, vergüenza y un miedo profundo a convertirme en él.

Mariana también tenía sus propios infiernos. Su mamá se fue cuando ella tenía diez años y desde entonces su papá se volvió más duro, más frío. Una vez me contó que soñaba con construirle una casa a su abuela en el campo, lejos del ruido y la violencia.

—¿Por qué todo es tan difícil para nosotros? —me preguntó una noche, mientras caminábamos por la avenida principal.

—No sé —le respondí—. Pero algún día vamos a salir de aquí. Te lo prometo.

La promesa quedó flotando entre nosotros como una burbuja frágil. Los meses pasaron y llegó el examen para la universidad. Mariana estudió todas las noches; yo también, aunque a veces tenía que ayudar en la casa o cuidar a mis hermanos menores. El día de los resultados, nos encontramos en la plaza central. Ella temblaba; yo sudaba frío.

—¿Y si no pasamos? —dijo ella.

—No digas eso. Vamos a pasar —intenté sonar seguro, pero por dentro estaba igual de asustado.

Abrimos los correos al mismo tiempo. Mariana gritó de alegría: había pasado a arquitectura en Bucaramanga. Yo no tuve tanta suerte: mi puntaje no alcanzó para periodismo en Bogotá.

—No importa —me dijo ella—. Podemos buscar otra opción juntos.

Pero yo sentí que el mundo se me venía encima. En mi casa nadie celebró; mi papá solo dijo: «Te lo dije». Mariana empezó a preparar sus cosas para irse y yo me quedé atrapado entre la rabia y la tristeza.

La noche antes de su viaje nos vimos por última vez en la orilla del Magdalena. El río estaba oscuro y el aire olía a lluvia.

—Prométeme que vas a luchar por tus sueños —me pidió ella—. No te quedes aquí solo porque tienes miedo.

—Te lo prometo —le respondí, aunque no estaba seguro de poder cumplirlo.

Ella se fue al día siguiente y yo empecé a trabajar en una tienda para ayudar en la casa. Los días se volvieron iguales: trabajo, casa, peleas familiares. A veces recibía mensajes de Mariana contándome sobre la universidad, los amigos nuevos, las noches sin dormir estudiando para los parciales.

Yo le respondía con mentiras piadosas: «Todo bien aquí», «Estoy escribiendo mucho», «Pronto iré a visitarte». Pero cada vez me sentía más lejos de mis sueños y más cerca del destino que tanto temía.

Un día mi hermana menor se enfermó y tuvimos que vender el televisor para comprarle medicinas. Mi mamá lloraba todas las noches y mi papá se volvió más amargado. Sentí que me ahogaba en esa casa pequeña donde los sueños no tenían espacio para crecer.

Pasaron los años. Mariana terminó su carrera y consiguió trabajo en una constructora importante. Yo seguía en la tienda, viendo cómo los días pasaban sin dejar huella. Un domingo cualquiera, recibí una llamada suya:

—Voy a volver unos días al pueblo —me dijo—. ¿Nos vemos?

El corazón me latió tan fuerte que pensé que iba a desmayarme. Nos encontramos en el mismo lugar de siempre, junto al río Magdalena. Ella estaba diferente: más segura, más adulta. Pero cuando me miró, vi en sus ojos a la misma chica que soñaba conmigo bajo el sol ardiente del puerto petrolero.

—¿Por qué nunca viniste a visitarme? —me preguntó sin rodeos.

No supe qué decirle. Me sentí pequeño frente a ella, como si todos mis fracasos estuvieran escritos en mi cara.

—Lo intenté —mentí—. Pero siempre pasaba algo…

Ella suspiró y miró el río.

—Yo también tuve miedo —confesó—. Miedo de volver y encontrarlo todo igual… o peor.

Nos quedamos callados un rato largo, escuchando el rumor del agua y los gritos lejanos de los niños jugando fútbol en la playa improvisada.

—¿Todavía escribes? —me preguntó finalmente.

Negué con la cabeza.

—Ya no tengo tiempo ni inspiración —admití—. Aquí todo es tan difícil…

Mariana me tomó la mano y apretó fuerte.

—No te rindas —me dijo—. Si yo pude salir adelante, tú también puedes. No dejes que este lugar te robe lo que eres.

Esa noche volví a casa y saqué mi viejo cuaderno del fondo del armario. Empecé a escribir otra vez: sobre Mariana, sobre mi familia, sobre el río Magdalena y las promesas incumplidas.

Hoy sigo aquí, luchando cada día por no dejarme vencer por la rutina ni por las voces que dicen que soñar es perder el tiempo. A veces pienso en Mariana y en todo lo que pudo ser… y no fue.

¿Será cierto que uno nunca escapa del lugar donde nació? ¿O será que solo necesitamos un poco más de fe para romper las cadenas invisibles que nos atan?