Lo di todo por mi hija, pero hoy no tengo dónde ir: la historia de un padre solo
—¿Papá, por qué no te quedas en casa de la tía Leticia? Aquí ya no hay espacio —me dijo Camila, sin mirarme a los ojos, mientras sostenía a Emiliano, mi nieto, en brazos. El eco de su voz rebotó en las paredes de la casa que yo mismo construí con mis manos hace más de treinta años, en un barrio polvoriento de las afueras de Guadalajara. Sentí que el aire se volvía denso, como si cada palabra suya pesara toneladas sobre mi pecho.
No supe qué responder. Me quedé parado en medio de la sala, con la maleta vieja a mis pies y el corazón hecho trizas. ¿Cómo llegamos a esto? ¿En qué momento mi vida, que giraba solo alrededor de Camila, se volvió tan ajena para ella?
Recuerdo cuando nació. Era una madrugada lluviosa y yo corrí como loco al hospital, rezando para que todo saliera bien. Desde ese día, juré que nada ni nadie estaría por encima de ella. Cuando su madre nos dejó —no soportó la pobreza ni mis largas jornadas como albañil—, yo me convertí en padre y madre. Trabajé doble turno, vendí tacos los fines de semana y hasta lavé coches para pagarle la escuela. Camila era mi motor, mi razón de levantarme cada día.
—No te preocupes, papá. Es solo por un tiempo —insistió ella, pero su voz sonaba lejana, como si hablara con un extraño.
Me fui a casa de Leticia, mi hermana, con la esperanza de que todo fuera temporal. Pero los días se volvieron semanas y las semanas meses. Leticia me recibió con cariño, pero su casa era pequeña y sus hijos adolescentes hacían difícil la convivencia. Me sentía un estorbo, un mueble viejo que nadie sabe dónde poner.
Intenté hablar con Camila varias veces. Le mandaba mensajes, le llamaba por teléfono. A veces contestaba rápido, otras ni siquiera respondía. «Papá, estoy ocupada», «Papá, Emiliano está enfermo», «Papá, luego te marco». Siempre había una excusa.
Una tarde me armé de valor y fui a buscarla. Caminé bajo el sol ardiente hasta su casa. Toqué la puerta y escuché risas adentro. Cuando abrió, vi a su esposo, Rodrigo, sentado en el comedor con una cerveza en la mano.
—¿Otra vez tú? —me dijo Rodrigo sin disimular el fastidio.
—Solo quiero hablar con Camila —respondí bajito.
Camila salió de la cocina con el delantal puesto y una expresión cansada.
—Papá, ya hablamos de esto…
—Solo quiero saber si puedo volver a casa —le supliqué.
Ella bajó la mirada y murmuró:
—Rodrigo dice que ya no hay espacio… Y tú sabes cómo es él…
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Cómo podía ser que un hombre al que apenas conocía tuviera más peso que yo en la vida de mi hija? ¿Acaso todo lo que hice por ella no valía nada?
Me fui sin decir palabra. Esa noche lloré como no lo hacía desde que murió mi madre. Me sentí invisible, descartado por la única persona por la que había dado todo.
Los días se hicieron eternos. Empecé a trabajar en lo que podía: ayudante en una ferretería, cargador en el mercado. El dinero apenas alcanzaba para pagarle algo a Leticia por la comida y el techo. A veces me sentaba en el parque y veía a los niños jugar, imaginando que uno de ellos era Emiliano, mi nieto, al que apenas conocía.
Un domingo cualquiera decidí ir a misa. Me senté en la última banca y recé por Camila, por mí, por todos los padres solos del mundo. Al salir vi a Don Ernesto, un viejo amigo del barrio.
—¿Qué te pasa, Toño? Te ves acabado —me dijo con esa sinceridad brutal de los viejos amigos.
Le conté todo entre lágrimas. Él me escuchó sin juzgarme.
—Mira, hermano —me dijo—, los hijos son prestados. Uno da la vida por ellos, pero al final hacen su propio camino… aunque duela.
Sus palabras me calaron hondo. ¿Era cierto? ¿Había sido yo demasiado posesivo? ¿Esperaba demasiado de Camila?
Esa noche soñé con mi hija pequeña, corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Desperté empapado en sudor y con una nostalgia insoportable.
Pasaron los meses y la relación con Camila se volvió cada vez más distante. En Navidad me mandó un mensaje: «Feliz Navidad, papá. Que Dios te bendiga». Ni una llamada, ni una invitación a cenar.
Leticia me animaba a buscar nuevos horizontes: «Toño, todavía puedes rehacer tu vida. Hay grupos de adultos mayores en la parroquia… podrías conocer gente». Pero yo no quería conocer a nadie; solo quería recuperar a mi hija.
Un día recibí una llamada inesperada: era Camila.
—Papá… Rodrigo se fue de la casa —me dijo entre sollozos—. No sé qué hacer…
Sentí una mezcla de alivio y tristeza. Fui corriendo a verla. La encontré destrozada, abrazando a Emiliano.
—Perdóname, papá… Te fallé —me dijo llorando.
La abracé fuerte y le susurré:
—Nunca me fallaste… Solo quiero verte bien.
Pasé varios días ayudándola: cocinando, cuidando al niño, arreglando cosas en la casa. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tenía un propósito.
Pero pronto las cosas cambiaron otra vez. Camila consiguió trabajo y empezó a salir con nuevas amistades. Poco a poco volvió a alejarse.
Una tarde llegué a casa y encontré mis cosas empacadas junto a la puerta.
—Papá… Ya no puedo seguir así —me dijo sin mirarme—. Necesito mi espacio…
No discutí. Solo recogí mis cosas y salí sin mirar atrás.
Hoy escribo estas palabras desde un cuarto rentado en una vecindad del centro. Trabajo lo que puedo y paso las tardes viendo el atardecer desde la azotea. A veces pienso en todo lo que di por Camila y me pregunto si hice bien o si debí pensar más en mí mismo.
¿Vale la pena darlo todo por los hijos? ¿O llega un momento en que uno debe aprender a soltar? No sé si algún día tendré respuestas… Pero aquí sigo, esperando que algún día Camila vuelva a buscarme.