Culpable sin culpa: Mi vida bajo el peso de las expectativas de mi madre
—¿Por qué no puedes ser como tu primo Sergio? —La voz de mi madre retumba en el pasillo, tan fría como la lluvia que golpea los cristales del piso de Vallecas. Me quedo quieto, con la mochila aún colgada del hombro, los deberes sin hacer y el corazón encogido. No respondo. Sé que cualquier palabra será usada en mi contra.
Desde que papá se fue con esa mujer de Salamanca, la casa se llenó de silencios y reproches. Mamá dejó de sonreír y yo, con apenas catorce años, me convertí en el blanco de su frustración. «Si tu padre estuviera aquí, esto no pasaría», repite cada vez que falta dinero para el alquiler o cuando la nevera se vacía antes de fin de mes. Pero papá no está. Y yo tampoco sé cómo llenar ese vacío.
Mi hermana pequeña, Lucía, apenas tiene seis años y ya ha aprendido a esconderse detrás del sofá cuando mamá empieza a gritar. Yo intento protegerla, pero ¿cómo se protege a alguien cuando ni siquiera sabes cómo protegerte a ti mismo?
—Al menos podrías sacar buenas notas —insiste mamá mientras recoge los platos del desayuno—. ¿O es mucho pedir?
No le digo que anoche no dormí por el ruido de sus sollozos en la habitación contigua. No le cuento que me cuesta concentrarme porque tengo miedo de que un día no volvamos a ver a papá nunca más. Solo asiento, bajo la cabeza y me encierro en mi cuarto, donde los pósters de fútbol y las fotos antiguas parecen pertenecer a otra vida.
En el instituto, los profesores me miran con lástima. «Ánimo, Alejandro», dice don Manuel, el de matemáticas, pero yo sé que lo único que quieren es que no me descarrile como tantos otros chavales del barrio. Mi mejor amigo, Rubén, me invita a salir con su grupo después de clase, pero siempre invento una excusa. No puedo dejar sola a Lucía y tampoco quiero que nadie vea las ojeras de mi madre ni escuche sus gritos desde la escalera.
Una tarde, mientras ayudo a Lucía con los deberes, mamá entra en el salón con una carta en la mano. Su cara está roja, los ojos hinchados.
—¿Esto qué es? —me lanza la carta encima de la mesa—. ¿Otra vez suspendido inglés? ¡No puedo más contigo!
Lucía se encoge y yo siento cómo la rabia y la tristeza me ahogan. Quiero gritarle que no es justo, que hago lo que puedo, que no soy papá ni Sergio ni nadie más que yo mismo. Pero solo consigo murmurar:
—Lo siento, mamá.
Ella se sienta en el sofá y rompe a llorar. Por un momento parece tan frágil como una niña perdida. Me acerco para abrazarla, pero me aparta con un gesto brusco.
—Déjame sola —susurra—. No quiero verte ahora.
Me encierro en mi cuarto y golpeo la almohada hasta quedarme sin fuerzas. ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil? ¿Por qué tengo que cargar con culpas que no son mías?
Esa noche sueño con papá. Está sentado en el parque donde solíamos jugar al fútbol los domingos. Me sonríe y me dice: «No eres culpable de nada, hijo». Me despierto llorando y con una sensación extraña en el pecho: una mezcla de alivio y rabia.
Los días pasan iguales: colegio, reproches, silencios. Hasta que un viernes por la tarde encuentro a Lucía llorando en el baño.
—¿Qué te pasa? —le pregunto mientras le seco las lágrimas.
—Mamá dice que si tú no estudias nos vamos a quedar en la calle —susurra—. ¿Es verdad?
Me quedo helado. ¿Cómo explicarle a una niña que no es culpa nuestra? ¿Cómo decirle que mamá está tan rota por dentro que ya no sabe cómo querernos sin hacernos daño?
Esa noche decido hablar con mamá. Espero a que Lucía se duerma y entro en su habitación. Ella está sentada en la cama, mirando una foto antigua de los cuatro juntos en la playa de Benidorm.
—Mamá —empiezo con voz temblorosa—, tienes que dejar de culparme por todo. Yo también echo de menos a papá. Yo también tengo miedo.
Ella me mira sorprendida, como si nunca hubiera pensado que yo pudiera sentir algo parecido.
—No sé cómo hacerlo mejor —admite al fin—. Todo esto me supera.
Nos quedamos en silencio largo rato. Por primera vez veo lágrimas sinceras en sus ojos, no solo rabia o frustración.
—¿Podemos intentarlo juntos? —le pregunto—. Por Lucía… por nosotros.
Mamá asiente despacio y me abraza fuerte, como hacía cuando era pequeño y tenía pesadillas.
Las cosas no cambiaron de un día para otro. Seguimos teniendo problemas económicos y discusiones. Pero algo dentro de mí cambió esa noche: entendí que no soy culpable de las heridas de los adultos ni responsable de salvar a todos.
Ahora tengo diecisiete años y trabajo los fines de semana en un bar para ayudar en casa. Sigo estudiando, aunque no siempre saco buenas notas. Mamá ha empezado a ir a terapia y poco a poco vuelve a sonreír. Lucía ya no se esconde detrás del sofá cuando hay discusiones; ahora viene y nos abraza a las dos.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a mamá o si ella podrá perdonarse a sí misma por todo lo que nos ha hecho pasar. Pero al menos ya no cargo solo con ese peso.
¿De verdad somos responsables del dolor ajeno o solo intentamos sobrevivir como podemos? ¿Cuántos hijos en España viven bajo el peso de expectativas imposibles? ¿Y cuántos padres olvidan que sus hijos también sienten miedo?