¿Por qué nadie me llamó? – Una noche de celebración y silencios en la familia

—¿Por qué nadie me ha llamado? —La voz de Mara, mi suegra, retumba en el altavoz del móvil mientras el eco de las risas infantiles aún flota en el aire del salón. El reloj marca las once y media de la noche y la tarta ya es solo un recuerdo dulce en los platos. Todos se miran, incómodos, como si de repente la fiesta se hubiera congelado.

Me quedo paralizada, con el teléfono temblando en la mano. Mi marido, Luis, me lanza una mirada suplicante desde la mesa, pero no dice nada. Mi hija Lucía, aún con las mejillas pintadas de mariposa, pregunta bajito: “¿Por qué está llorando la abuela?”

No sé qué responderle. No sé ni siquiera cómo he llegado a este punto. Hace solo unas horas, el jardín estaba lleno de globos y canciones. Los primos corrían entre los olivos y mi cuñada Carmen servía tortilla y croquetas como si no hubiera un mañana. Todo parecía perfecto. Pero ahora, la ausencia de Mara pesa más que cualquier presencia.

—Mamá, no te enfades —intento decirle, pero ella me corta.

—¿Cómo no voy a enfadarme, Ana? ¿Tanto costaba avisarme? ¿Tanto molesto?

Siento que me arde la cara. Sé que Mara es sensible, que desde que murió su marido se siente sola en esa casa grande del pueblo. Pero también sé que organizar este cumpleaños ha sido un caos: Lucía estuvo enferma toda la semana, Luis trabajando hasta tarde, yo corriendo entre el colegio y el supermercado. Y sí, lo reconozco: se me olvidó llamarla. Pensé que Carmen lo haría. Pensé que Luis lo haría. Nadie lo hizo.

—No es eso, de verdad… —balbuceo.

—Pues parece que sí —responde ella, con esa voz rota que me parte el alma—. Me he enterado por Rosa, la vecina. Me ha dicho que había coches aparcados y música. ¿Sabes lo que es estar sola y escuchar cómo celebráis sin mí?

Luis se levanta y me quita el teléfono.

—Mamá, por favor… No ha sido aposta. Ha sido un lío…

Pero Mara ya no escucha. Cuelga. El silencio cae sobre nosotros como una losa.

Carmen intenta romper el hielo:

—Bueno… Quizá mañana podamos ir a verla y llevarle un trozo de tarta.

Pero nadie responde. Todos sabemos que no es cuestión de tarta ni de visitas improvisadas. Es algo más profundo: es ese sentimiento de ser invisible, de quedarse fuera cuando más necesitas sentirte parte de algo.

Recuerdo la primera vez que conocí a Mara. Fue en la feria del pueblo, hace casi quince años. Me abrazó fuerte y me dijo: “Aquí tienes una madre más”. Desde entonces ha estado en cada bautizo, cada comunión, cada Navidad… hasta hoy.

Me siento culpable, pero también cansada. ¿Por qué siempre tengo que ser yo quien sostenga los hilos rotos? ¿Por qué nadie más ve lo difícil que es mantener a todos contentos?

Luis se sienta a mi lado y me toma la mano.

—No te culpes —susurra—. A veces las cosas se tuercen sin querer.

Pero yo sé que Mara no lo verá así. Sé que esta herida tardará en cerrarse.

Al día siguiente, preparo una caja con trozos de tarta y algo de tortilla. Lucía insiste en dibujarle una mariposa a su abuela “para que no esté triste”. Conduzco hasta la casa de Mara bajo un cielo gris plomizo. Al llegar, veo su silueta tras la ventana: pequeña, encorvada, como si el peso del mundo le aplastara los hombros.

Toco el timbre y espero. Cuando abre la puerta, sus ojos están hinchados pero su voz es firme:

—No hacía falta que vinieras.

—Sí hacía falta —le respondo—. Lo siento mucho, Mara. De verdad.

Ella mira el dibujo de Lucía y se le escapa una lágrima silenciosa. Nos invita a pasar y durante unos minutos compartimos un café amargo y muchas palabras no dichas.

—A veces siento que ya no pinto nada —dice al fin—. Que solo soy un estorbo.

Me duele escucharla así. Le cojo la mano y le prometo que nunca más volverá a quedarse fuera. Pero sé que las promesas son frágiles cuando hay tanto dolor acumulado.

Esa noche, al volver a casa, me quedo mirando el móvil esperando un mensaje suyo que no llega. Me pregunto cuántas veces hemos dejado a alguien fuera sin darnos cuenta; cuántas veces hemos herido sin querer con nuestro silencio o nuestro olvido.

¿De verdad es tan difícil decir lo que sentimos antes de que sea demasiado tarde? ¿Cuántas palabras quedan colgadas en el aire esperando ser escuchadas?