Cuando la familia se convierte en tu peor compañera de piso

—¿Otra vez has dejado los platos en el fregadero, Lucía? —La voz de Marta, mi prima, retumbó en el pequeño piso de Lavapiés como una sentencia. Yo, sentada en el sofá con el portátil sobre las piernas, sentí cómo la rabia me subía por la garganta.

—No he tenido tiempo, Marta. He llegado hace media hora del trabajo y aún no he cenado —respondí, intentando mantener la calma, aunque por dentro hervía.

Nunca imaginé que compartir piso con mi prima sería así. Cuando acepté que Marta viniera a vivir conmigo, pensé que sería como cuando éramos niñas y pasábamos los veranos en el pueblo de nuestros abuelos en Toledo: risas, confidencias y apoyo incondicional. Pero la realidad de Madrid era otra cosa.

Todo empezó hace seis meses. Yo acababa de perder mi trabajo en una editorial pequeña y apenas podía pagar el alquiler del piso que heredé de mi madre. Marta, recién llegada de Salamanca tras una ruptura dolorosa, necesitaba un sitio donde empezar de cero. «Nos ayudamos mutuamente», pensé. «Pagamos a medias y nos hacemos compañía». Parecía perfecto.

La primera semana fue casi idílica. Cocinábamos juntas, veíamos series hasta tarde y nos reíamos recordando anécdotas familiares. Pero pronto las diferencias empezaron a asomar. Marta era ordenada hasta la obsesión; yo, más bien caótica. Ella necesitaba silencio absoluto para dormir; yo no podía conciliar el sueño sin música suave de fondo. Y lo peor: cada una tenía una visión muy distinta sobre el dinero.

—¿Has pagado ya la parte de la luz? —me preguntó un día, con ese tono seco que empezaba a resultarme insoportable.

—Sí, te hice Bizum ayer —contesté, sin mirarla.

—Pues no me ha llegado nada —insistió, cruzándose de brazos.

Revisé el móvil y comprobé que, efectivamente, había enviado el dinero… pero a otra Marta. Me disculpé, pero ella ya estaba enfadada. Desde entonces, cada gasto se convirtió en motivo de discusión: si yo gastaba más en agua caliente, si ella usaba mi aceite de oliva caro sin avisar, si compraba papel higiénico de marca blanca en vez del que le gustaba a ella.

Las discusiones se hicieron diarias. Una noche, después de una pelea especialmente dura por el uso del baño —Marta tardaba una eternidad en ducharse y yo siempre llegaba tarde al trabajo—, me encerré en mi habitación y lloré como hacía años no lo hacía. Me sentía sola en mi propia casa.

Lo peor fue cuando nuestra tía Carmen vino a visitarnos. Pensé que su presencia nos ayudaría a limar asperezas, pero fue todo lo contrario. Carmen se puso del lado de Marta en todo: «Lucía, hija, deberías ser más considerada con tu prima. Ella lo ha pasado muy mal». Sentí que nadie entendía mi punto de vista.

Un día llegué a casa y encontré a Marta hablando por teléfono en voz baja. Al verme entrar, colgó rápidamente y fingió estar ocupada con unos papeles.

—¿Con quién hablabas? —pregunté sin poder evitarlo.

—Con nadie importante —respondió evasiva.

Esa noche descubrí que había estado buscando otro piso para mudarse… pero no sola: ¡con una amiga suya! Me sentí traicionada. ¿No éramos familia? ¿No habíamos prometido apoyarnos?

La tensión llegó a su punto máximo cuando Marta me acusó de haberle cogido dinero de su cartera. Fue humillante. Nunca le había tocado nada sin pedirlo antes. Discutimos a gritos y acabó diciéndome que no podía más, que necesitaba espacio y tranquilidad.

—¿Sabes qué? —le dije entre lágrimas—. Yo tampoco puedo más. Esta casa ya no es un hogar para mí.

Esa noche apenas dormí. Pensé en mi madre, en cómo siempre me decía que la familia era lo más importante. Pero ¿y si la familia te roba la paz? ¿Y si compartir techo con alguien solo te hace sentir más sola?

A los pocos días, Marta se mudó con su amiga Clara a un piso cerca de Embajadores. El silencio que dejó tras su marcha fue ensordecedor al principio, pero poco a poco empecé a recuperar mi espacio y mi rutina. Aprendí a disfrutar de mi soledad y a valorar mi tranquilidad por encima de cualquier ahorro económico.

Ahora, cuando paso por el pasillo vacío y veo las fotos antiguas de nuestra infancia, me pregunto si realmente mereció la pena sacrificar mi bienestar por mantener una relación familiar que quizá nunca fue tan fuerte como creía.

¿De verdad vale la pena anteponer los lazos familiares a tu propia felicidad? ¿Cuántos de vosotros habéis pasado por algo parecido? Me gustaría saber si soy la única que ha sentido que la familia puede ser tu peor compañera de piso.