Entre Gritos y Silencios: La Mesa Rota de mi Familia

—¡Camila, apaga ese teléfono ahora mismo o te lo quito!— rugió Alejandro, mi padrastro, golpeando la mesa con tanta fuerza que el vaso de agua de mi hermanito tembló y derramó unas gotas sobre el mantel. Mi madre, Lucía, apretó los labios y desvió la mirada hacia su plato de arroz, como si pudiera esconderse entre los granos. Yo tenía catorce años y sentía que nadie me entendía en esa casa.

—¡Déjame en paz! Solo estoy hablando con Valeria sobre la tarea— respondí, pero mi voz temblaba. No era solo la tarea; era mi única vía de escape, mi refugio en medio del caos que se había vuelto nuestra vida desde que Alejandro llegó a vivir con nosotros hace dos años, después de que papá se fuera a buscar trabajo a Chile y nunca regresara.

Mi hermanito, Emiliano, tenía apenas diez años y ya había aprendido a callar. Se encogía en su silla cada vez que Alejandro levantaba la voz. Yo lo miraba y sentía rabia, impotencia y una tristeza tan grande que a veces me costaba respirar. ¿Por qué mamá no hacía nada? ¿Por qué tenía que soportar a un hombre que no era mi padre?

—Mientras yo sea el dueño de esta casa, aquí se hace lo que yo digo— sentenció Alejandro, señalando su pecho como si fuera un gallo en el corral. Mi madre seguía en silencio, sus ojos fijos en el mantel manchado.

Esa noche me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé con papá, con su risa fácil y sus promesas de volver. Pero al despertar solo encontré el techo agrietado y el sonido lejano de la licuadora en la cocina.

En la escuela las cosas no eran mejores. Mis amigas hablaban de sus familias como si fueran perfectas: cenas juntos, paseos los domingos, risas en el parque. Yo fingía sonreír, pero por dentro sentía una envidia amarga. Valeria era la única que sabía la verdad.

—¿Por qué no hablas con tu mamá?— me preguntó un día en el recreo.

—¿Para qué? Ella solo dice que tengo que entender a Alejandro, que él nos da techo y comida— respondí, apretando los puños. —Pero yo no le pedí nada. Solo quiero que me deje en paz.

Valeria suspiró y me abrazó fuerte. —No estás sola, Cami. Si necesitas quedarte en mi casa algún día, avísame.

Pero yo sabía que no era tan fácil. En nuestro barrio de Ciudad del Este, Paraguay, las cosas se sabían rápido. Si me iba de casa, todos hablarían mal de mamá. Y yo no quería eso para ella.

Los días pasaban entre gritos y silencios. Alejandro cada vez estaba más irritable; perdió su trabajo en la fábrica y empezó a beber más seguido. Una noche llegó tarde, tambaleándose, y empezó a gritarle a mamá porque la comida estaba fría.

—¡No sirves para nada!— le gritó. Yo salí corriendo de mi cuarto y me interpuse entre ellos.

—¡Déjala en paz!— grité con todas mis fuerzas. Alejandro me miró con odio y levantó la mano como si fuera a pegarme. Mamá se interpuso y recibió el golpe en su lugar.

El silencio fue absoluto. Emiliano lloraba en su cuarto. Yo temblaba de rabia y miedo. Alejandro salió dando portazos y mamá se dejó caer en el suelo, cubriéndose el rostro.

Esa noche fue el punto de quiebre. Al día siguiente, mientras mamá dormía con un moretón en la mejilla, tomé una decisión. Fui a la comisaría del barrio y hablé con la oficial Ramírez.

—¿Estás segura de lo que dices?— preguntó ella con voz suave.

—Sí— respondí, tragando saliva. —Mi padrastro golpeó a mi mamá anoche. No es la primera vez que grita o amenaza.

La oficial asintió y tomó nota. Me explicó los pasos a seguir: una denuncia formal, una orden de alejamiento temporal para Alejandro y apoyo psicológico para todos en casa.

Cuando regresé con mamá y le conté lo que había hecho, primero se enojó mucho.

—¡¿Cómo pudiste?! Ahora todos van a saber…

—Prefiero que sepan a seguir viviendo así— le respondí entre lágrimas.

Pasaron semanas difíciles. Alejandro tuvo que irse del departamento mientras se resolvía la denuncia. Mamá lloraba mucho al principio, pero poco a poco empezó a cambiar. Buscó ayuda en un centro comunitario para mujeres y consiguió un trabajo limpiando casas.

Emiliano volvió a sonreír. Yo también empecé a sentirme más libre; podía usar mi teléfono sin miedo a los gritos ni amenazas. Pero el dolor seguía ahí: una herida abierta por años de silencios y palabras no dichas.

Un día papá llamó desde Chile. Dijo que quería volver, que nos extrañaba mucho. Mamá dudó, pero yo sentí esperanza por primera vez en mucho tiempo.

—¿Y si vuelve a irse?— preguntó Emiliano una noche mientras cenábamos arroz con huevo frito.

Lo miré a los ojos y le respondí:

—No lo sé, Emi. Pero ahora sabemos que podemos salir adelante solos si hace falta.

Mamá nos abrazó fuerte esa noche. Por primera vez en años sentí que éramos una familia de verdad, aunque rota y remendada por dentro.

A veces me pregunto si todo esto podría haberse evitado si hubiéramos hablado antes, si mamá hubiera pedido ayuda antes o si yo hubiera tenido el valor de denunciar antes. ¿Cuántas familias viven lo mismo cada día en silencio? ¿Cuántos niños callan por miedo o vergüenza?

Hoy sigo luchando por sanar las heridas del pasado. Pero sé que ya no estoy sola ni tengo miedo de alzar la voz cuando algo está mal.

¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez atrapado entre gritos y silencios? ¿Qué harías si tu familia estuviera al borde del abismo?