El sonido de una maleta a las 7:15
—¿Dónde vas con esa maleta, Tomás? —pregunté, aún con la voz ronca del sueño y el corazón acelerado por el susto.
Él ni siquiera me miró. Tenía la mandíbula apretada y los ojos clavados en el suelo del recibidor. La luz de la mañana entraba por la ventana y dibujaba su silueta como si fuera un extraño en mi propia casa.
—Me voy, Carmen. No vuelvo —dijo, y sentí cómo se me helaba la sangre.
Durante unos segundos, el silencio fue tan denso que podía oír el tictac del reloj de la cocina. No entendía nada. ¿Un viaje de trabajo? ¿Una broma cruel? Pero no. Tomás, mi marido durante veintisiete años, estaba a punto de marcharse. Y lo peor era que yo ya intuía la razón.
—¿Es por Marta? —pregunté casi en un susurro, temiendo la respuesta.
Él asintió, sin atreverse a levantar la vista. Marta. Mi amiga desde hace más de quince años. Habíamos compartido cenas, confidencias y hasta vacaciones en la playa con nuestros hijos. ¿Cómo no lo vi venir?
—No puedo seguir fingiendo —añadió Tomás—. Lo siento, Carmen.
Sentí que me faltaba el aire. Me apoyé en la pared para no caerme. En ese momento, mi vida entera se derrumbó como un castillo de naipes. Recordé las tardes en el parque con nuestros hijos, las discusiones tontas por la compra, las noches de verano en la terraza hablando del futuro… ¿Todo eso no significaba nada?
—¿Y los niños? ¿Qué les vas a decir a Lucía y a Álvaro? —pregunté, intentando mantener la compostura.
—Ya son mayores —respondió él, casi con frialdad—. Lo entenderán.
No supe qué contestar. Me quedé allí, viendo cómo Tomás salía por la puerta con su maleta, sin mirar atrás. El portazo resonó en toda la casa y sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.
Las primeras horas fueron un torbellino de emociones: incredulidad, rabia, tristeza… Llamé a mi hermana Pilar entre sollozos. Ella vino corriendo desde Alcorcón y me abrazó fuerte en la cocina mientras yo repetía una y otra vez: «No puede ser, no puede ser».
—Carmen, tienes que ser fuerte —me decía Pilar—. No te mereces esto.
Pero yo solo podía pensar en Marta. En todas las veces que vino a casa, en las risas compartidas, en los secretos que le confié. ¿Desde cuándo estaba pasando esto? ¿Cuántas veces me miraron a los ojos sabiendo lo que estaban haciendo?
Esa tarde llamé a Lucía, mi hija mayor, que vive en Valencia. Al principio intenté disimular, pero ella lo notó enseguida.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó preocupada.
—Tu padre se ha ido… con Marta —logré decir antes de romper a llorar.
Lucía guardó silencio unos segundos y luego empezó a llorar conmigo al teléfono. Álvaro, mi hijo pequeño, vino esa noche a casa. Me abrazó sin decir nada y se quedó conmigo viendo la tele en silencio. Sentí que mis hijos eran lo único que me quedaba.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Cada rincón de la casa me recordaba a Tomás: su taza favorita en la cocina, su colonia en el baño, sus libros en el salón. No podía dormir ni comer. Recibí mensajes de amigas del barrio: algunas se ofrecían para salir a caminar, otras simplemente me mandaban corazones por WhatsApp. Pero yo no quería ver a nadie.
Una tarde, mientras intentaba ordenar el armario de Tomás —como si eso fuera a ayudarme a entender algo— encontré una carta antigua que él me había escrito cuando cumplimos diez años de casados. Decía: «Contigo quiero envejecer». Me eché a llorar como una niña pequeña.
La rabia fue creciendo dentro de mí. ¿Por qué Marta? ¿Por qué alguien tan cercano? Empecé a repasar mentalmente todas nuestras conversaciones: ¿habría alguna pista? Recordé una vez que Marta me dijo riendo: «Tomás es un santo por aguantarte tanto». En ese momento no le di importancia, pero ahora todo cobraba otro sentido.
Decidí llamarla. Necesitaba escuchar su voz, entender por qué había traicionado nuestra amistad.
—Marta, ¿por qué? —le pregunté directamente cuando contestó al teléfono.
Ella guardó silencio unos segundos.
—Carmen… lo siento mucho. No quería hacerte daño —dijo con voz temblorosa.
—¿Desde cuándo? —insistí.
—Hace casi un año… Todo se nos fue de las manos —confesó.
Colgué sin decir nada más. Sentí asco y vergüenza ajena. ¿Cómo había podido confiar tanto en ella?
Las semanas pasaron lentas y dolorosas. Empecé a ir al psicólogo del centro de salud porque no podía soportar la ansiedad ni los ataques de pánico cada vez que veía una pareja paseando por el parque o escuchaba una canción romántica en la radio.
Mi madre vino desde Salamanca para quedarse conmigo unos días. Me cocinaba lentejas y me contaba historias de cuando era joven para distraerme. Pero yo solo pensaba en todo lo perdido: los domingos familiares, las navidades juntos, los veranos en Asturias…
Un día recibí una carta de Tomás. Decía que lo sentía mucho, que nunca quiso hacerme daño y que esperaba que algún día pudiera perdonarle. La leí varias veces antes de romperla en mil pedazos.
Poco a poco fui recuperando fuerzas gracias al apoyo de mi familia y mis amigas más fieles: Ana y Mercedes nunca me dejaron sola ni un solo día. Empecé a salir a caminar por el Retiro, a apuntarme a clases de yoga y hasta retomé mis clases de pintura en el centro cultural del barrio.
Pero todavía hay noches en las que me despierto sobresaltada pensando que todo ha sido una pesadilla y que Tomás sigue durmiendo a mi lado. Luego miro el hueco vacío en la cama y vuelvo a enfrentarme con la realidad.
A veces me pregunto si algún día podré volver a confiar en alguien o si este dolor se quedará conmigo para siempre.
¿De verdad se puede reconstruir una vida después de una traición así? ¿O simplemente aprendemos a vivir con las cicatrices?