Lo que Nora nunca imaginó: Tres días con el abuelo Julián

—¡No puede ser tan difícil! —exclamó Nora, con ese tono suyo tan seguro, mientras nos tomábamos un café en la terraza de la Plaza Mayor. Era una tarde de junio, el sol caía a plomo sobre Madrid y las terrazas estaban llenas de gente. Yo, Lucía, me limité a encogerme de hombros. Habíamos escuchado a Marta desahogarse sobre lo duro que era cuidar a su madre con alzhéimer, y Nora, como siempre, tenía una opinión tajante.

—La gente exagera —continuó—. Si tienes paciencia y cariño, todo es más fácil. Yo lo haría encantada.

No imaginaba que el destino le iba a dar la oportunidad de comprobarlo. Dos semanas después, su madre tuvo que viajar de urgencia a Valencia por una operación de su hermana, y Nora se ofreció voluntaria para cuidar a su abuelo Julián, un hombre de 87 años, viudo desde hacía cinco y con un carácter tan fuerte como el café que tomaba cada mañana.

El primer día, Nora llegó a casa de su abuelo con una sonrisa y una bolsa llena de croquetas caseras. —¡Buenos días, abuelo! —saludó alegremente. Julián la miró de reojo desde su sillón, sin apartar la vista del televisor donde daban el parte del tiempo.

—¿Y tú qué haces aquí? —gruñó—. ¿No tienes trabajo?

—He pedido unos días para estar contigo —respondió ella, sentándose a su lado—. Vamos a pasarlo bien.

Pero pronto descubrió que la realidad no era tan sencilla. A media mañana, Julián se negó a tomar la medicación. —Eso es veneno —dijo, apartando el vaso de agua con un manotazo. Nora intentó convencerle con dulzura, pero él se cerró en banda.

A la hora de comer, Julián protestó porque las croquetas no sabían como las de su difunta esposa. —Tu abuela sí que sabía cocinar —murmuró—. Esto está seco.

Esa noche, Nora me llamó al borde del llanto. —No sé qué hacer, Lucía. No quiere comer ni tomar las pastillas. Me siento inútil.

—Dale tiempo —le aconsejé—. Es normal que esté desconfiado.

El segundo día fue aún peor. Julián se levantó a las cinco de la mañana y empezó a golpear la puerta del baño porque no encontraba su dentadura. Nora, medio dormida, buscó por toda la casa hasta encontrarla en el bolsillo de la bata del abuelo. Cuando intentó ayudarle a ducharse, él se negó en redondo.

—¡No soy un crío! —gritó—. No necesito que nadie me lave.

Nora perdió la paciencia y le gritó también. Después se sintió fatal y se encerró en la cocina a llorar en silencio. Recordó todas las veces que había juzgado a los demás por perder los nervios con sus mayores.

Por la tarde, Julián se puso a buscar unas llaves que decía haber perdido hacía años. Revolvió cajones, tiró papeles al suelo y acusó a Nora de haberle robado.

—¡Tú quieres meterme en una residencia! —le espetó con los ojos llenos de lágrimas y rabia.

Nora se quedó helada. Nunca había visto tanta desconfianza en los ojos de su abuelo.

La noche fue un infierno: Julián no quería dormir y se paseaba por el pasillo murmurando nombres del pasado. Nora apenas pudo cerrar los ojos.

El tercer día amaneció con una tormenta sobre Madrid. Nora estaba agotada y sin fuerzas. Cuando fue a preparar el desayuno, Julián ya estaba sentado en la mesa con el abrigo puesto.

—Llévame al parque —ordenó—. Quiero ver a mis amigos.

Nora intentó explicarle que llovía a cántaros y que no era buena idea salir, pero él insistió hasta que ella cedió. Salieron bajo la lluvia; Julián caminaba despacio, arrastrando los pies y tosiendo cada pocos pasos. Al llegar al parque, sus amigos no estaban allí. Julián se sentó en un banco mojado y rompió a llorar como un niño pequeño.

—Ya no queda nadie —sollozó—. Todos se han ido.

Nora lo abrazó bajo el paraguas y sintió cómo algo dentro de ella se rompía también.

Esa noche, llamó a su madre y le pidió que volviera cuanto antes. —No puedo más —admitió entre lágrimas—. Lo siento, mamá.

Al día siguiente, cuando fui a verla, Nora tenía los ojos hinchados y el gesto derrotado.

—He sido una hipócrita toda mi vida —me confesó—. Creía que bastaba con tener paciencia y amor… pero esto es mucho más duro de lo que jamás imaginé.

La experiencia cambió a Nora para siempre. Ya no juzga tan rápido ni da consejos fáciles. Ahora escucha antes de hablar y ayuda sin criticar.

A veces me pregunto si todos necesitamos pasar por algo así para entender realmente lo que significa cuidar de alguien vulnerable… ¿Cuántas veces hemos juzgado sin saber? ¿Y tú? ¿Serías capaz de aguantar más de tres días?