Tres meses sin mi hija: la batalla por mi nieto

—¡No te vayas, Valeria! —grité desde la puerta, pero mi hija ya había bajado corriendo las escaleras del edificio, con el cabello recogido a la carrera y los ojos llenos de lágrimas. Me dejó a Emiliano en brazos, envuelto en su cobijita azul, y solo alcanzó a decirme: “Mamá, solo será una semana. Te lo prometo”.

Eso fue hace tres meses. Desde entonces, no he vuelto a saber nada de ella. Cada noche me siento en la sala, con el celular en la mano, esperando un mensaje, una llamada, cualquier señal. Pero el silencio es tan pesado como el concreto de las paredes de nuestro departamento en Iztapalapa.

Al principio, pensé que era una rabieta más. Valeria siempre fue impulsiva, pero jamás se había alejado tanto tiempo de Emiliano. La primera semana pasé los días entre juegos y cuentos, tratando de que el niño no notara mi ansiedad. Pero cuando la segunda semana terminó y nadie respondía mis mensajes, el miedo empezó a apretar mi pecho como una garra.

Fui a la delegación a levantar un acta por desaparición. El policía me miró con desconfianza: “¿Está segura que no se fue con algún novio? Mire que las muchachas de ahora…”. Sentí rabia y vergüenza. ¿Por qué nadie me tomaba en serio? ¿Por qué todo el mundo asumía que mi hija era solo otra joven irresponsable?

Emiliano empezó a preguntar por su mamá. “¿Dónde está mi mami?”, decía cada mañana, con esos ojitos grandes y oscuros que heredó de ella. Yo le inventaba historias: que estaba trabajando mucho, que pronto volvería. Pero cada mentira era un puñal en mi corazón.

Una tarde, mientras le daba de comer arroz con leche, tocaron la puerta. Era una trabajadora social del DIF. Venía porque alguien —no sé quién— había reportado que Emiliano estaba viviendo solo conmigo desde hacía semanas. Me preguntó si tenía la tutela legal del niño. Cuando le dije que no, supe que algo malo iba a pasar.

—Señora Teresa —me dijo con voz fría—, si no aparece la madre o un tutor legal, tendremos que llevarnos al niño a una casa hogar.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo podían pensar siquiera en separar a Emiliano de mí? ¡Soy su abuela! Lo he criado desde bebé, cuando Valeria tenía que salir a trabajar doble turno en el mercado. Pero para ellos solo soy una anciana sin papeles ni recursos.

Esa noche no dormí. Miraba a Emiliano respirar mientras dormía abrazado a su peluche favorito. Pensé en todas las historias horribles que había escuchado sobre los albergues: niños maltratados, familias separadas para siempre. No podía permitirlo.

Al día siguiente fui al juzgado familiar. Hice fila desde las seis de la mañana entre madres desesperadas y abuelas como yo. Cuando por fin me atendieron, la licenciada me miró con lástima: “Sin la firma de su hija o del padre del niño, es muy difícil otorgarle la custodia provisional”.

—¿Y si nunca regresa? —pregunté con voz temblorosa.

—Entonces el niño pasa al resguardo del Estado —respondió sin inmutarse.

Salí del juzgado sintiéndome invisible. En el camino de regreso, pasé por el mercado donde Valeria trabajaba vendiendo ropa usada. Pregunté por ella entre los locatarios. Nadie sabía nada. Algunos decían que la habían visto con un hombre nuevo; otros murmuraban sobre problemas con una deuda.

Esa noche, mientras Emiliano jugaba con sus carritos en el suelo, me senté junto a él y lo abracé fuerte.

—Abue, ¿tú también te vas a ir? —me preguntó de pronto.

Sentí un nudo en la garganta. —No, mi amor. Yo nunca te voy a dejar.

Pero en el fondo sabía que no dependía solo de mí.

Los días siguientes fueron una pesadilla de trámites y puertas cerradas. Fui al Ministerio Público, al DIF, a la Procuraduría de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes. En todos lados me pedían papeles que no tenía: acta de nacimiento actualizada, comprobante de domicilio a mi nombre, carta laboral (¿quién le da trabajo fijo a una mujer de 62 años?).

Mi hermana Lucía vino desde Ecatepec para ayudarme. “Tere, tienes que pelear por ese niño como si fuera tuyo”, me dijo mientras preparábamos tamales para vender en la esquina y juntar algo para los abogados.

Pero los días pasaban y Valeria seguía sin aparecer. Cada vez que sonaba el teléfono, mi corazón saltaba esperando escuchar su voz. Pero siempre era alguien equivocado o algún cobrador preguntando por ella.

Una tarde lluviosa llegó una notificación: debía presentarme ante el juez porque habían iniciado un proceso para retirar a Emiliano de mi cuidado. Sentí que me ahogaba. Lloré toda la noche abrazada al niño.

El día de la audiencia llevé todas las fotos familiares que encontré: cumpleaños, navidades, el primer día de clases de Emiliano. Le expliqué al juez cómo Valeria había tenido problemas desde joven: primero con el papá del niño —un hombre violento que desapareció cuando Emiliano tenía dos años— y luego con trabajos mal pagados y amistades peligrosas.

—Señoría —dije con voz quebrada—, yo sé que no tengo estudios ni dinero, pero ese niño es mi vida. Si me lo quitan… no sé qué haría.

El juez me miró largo rato antes de suspirar. “Vamos a dar un plazo más para localizar a la madre”, dijo finalmente. “Mientras tanto, el niño se queda con usted bajo supervisión”.

Salí del juzgado temblando pero aliviada. Por lo menos tenía tiempo.

Esa noche soñé con Valeria: estaba sentada en una banca del parque, llorando y abrazando a Emiliano. Me desperté empapada en sudor y con el corazón hecho trizas.

Han pasado tres meses desde que mi hija se fue. Cada día es una batalla contra el miedo y la burocracia. A veces siento rabia contra Valeria por dejarme sola con este peso; otras veces solo quiero abrazarla y decirle que todo estará bien.

Emiliano ya casi no pregunta por su mamá. Se aferra a mí como si supiera que somos todo lo que nos queda.

A veces me pregunto si hice bien en mentirle sobre Valeria o si debí decirle la verdad desde el principio. ¿Hasta cuándo podré protegerlo? ¿Cuántas abuelas más estarán luchando solas como yo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por proteger a su familia?