La fe que me sostuvo: El regreso de Tomás y el perdón imposible
—¿Por qué ahora, Tomás? —mi voz temblaba, apenas un susurro en el pasillo frío del portal, mientras sostenía a Lucía en brazos. Él, con la barba descuidada y los ojos enrojecidos, no encontraba palabras. Tres años sin noticias, tres años de silencio absoluto desde aquella noche en que, con la maleta en la mano y la cobardía en la mirada, me dejó sola en el noveno mes de embarazo.
Recuerdo ese instante como si fuera ayer. Mi madre, Carmen, lloraba en la cocina mientras yo intentaba no derrumbarme. «No te preocupes, hija, nos tienes a nosotras», decía ella, aunque su voz traicionaba el miedo. Mi hermana pequeña, Marta, apenas tenía diecisiete años y me miraba con una mezcla de rabia y compasión. «Ese Tomás es un cobarde. No merece ni que le nombres», sentenciaba cada vez que el silencio se hacía insoportable.
Pero las noches eran largas y los días eternos. Lucía nació en el hospital de La Paz, rodeada solo de mujeres: mi madre, mi hermana y la enfermera que me apretó la mano cuando creí que no podría más. El dolor físico era nada comparado con el vacío que sentía por dentro. A veces me preguntaba si algún día podría perdonar a Tomás, si alguna vez dejaría de soñar con su regreso o de odiarle por su ausencia.
La vida siguió, como sigue siempre. Encontré trabajo en una tienda de ropa del barrio de Chamberí. Mi jefa, Rosario, era dura pero justa; me permitió llevar a Lucía algunas tardes cuando no tenía con quién dejarla. Los clientes habituales se acostumbraron a vernos juntas: Lucía jugando entre los percheros y yo doblando camisas con una sonrisa forzada. «Eres una valiente», me decían algunas vecinas. Yo asentía, aunque por dentro sentía que solo sobrevivía.
Las discusiones en casa se volvieron rutina. Mi madre quería que aceptara ayuda social; yo me negaba por orgullo. Marta empezó a salir más por las noches, escapando de la tensión familiar. A veces discutíamos por tonterías: quién había dejado la luz encendida, quién no había comprado leche. Pero en el fondo todas sabíamos que el verdadero problema era ese hueco que Tomás había dejado.
Fue en una misa de domingo cuando empecé a encontrar algo parecido a la paz. El párroco hablaba del perdón y yo sentía que sus palabras iban dirigidas solo a mí. «El rencor es una cárcel», repetía. Empecé a rezar cada noche, pidiendo fuerzas para no odiar, para no convertirme en una persona amargada. Poco a poco, la fe se convirtió en mi refugio.
Y entonces, cuando menos lo esperaba, Tomás volvió. Una tarde de abril, mientras recogía a Lucía de la guardería, le vi esperándonos junto al parque. Mi corazón se detuvo un instante. Lucía no le reconoció; para ella era solo un desconocido más.
—Cora, por favor… —empezó él, con la voz rota—. Sé que no merezco ni que me escuches, pero necesito hablar contigo.
Le miré fijamente. No sabía si gritarle o abrazarle. Sentí rabia, miedo y una punzada de esperanza absurda.
—¿Dónde estabas cuando más te necesitábamos? —le espeté—. ¿Sabes lo que es parir sola? ¿Ver cómo tu hija da sus primeros pasos sin su padre?
Tomás bajó la cabeza.
—Me asusté… No tengo excusa. Me fui porque era un cobarde. Pero he cambiado, Cora. He estado en terapia, he buscado ayuda… Solo quiero conocer a Lucía y pedirte perdón.
Durante semanas evitaba cruzarme con él por el barrio. Pero Tomás insistía: cartas bajo la puerta, mensajes al móvil que nunca respondía. Mi madre se enfurecía cada vez que le veía rondar.
—No le dejes entrar otra vez en tu vida —me advertía—. No merece ni ver a Lucía.
Pero Marta era menos tajante:
—Quizá deberías escucharle al menos una vez. Por ti y por Lucía.
La presión crecía dentro de mí como una tormenta. ¿Era capaz de perdonar? ¿O solo quería venganza? Una noche recé más fuerte que nunca. Pedí claridad para tomar la decisión correcta.
Finalmente acepté verle en una cafetería del centro. Tomás llegó nervioso, con un peluche para Lucía y los ojos llenos de lágrimas.
—No vengo a pedirte que volvamos —dijo—. Solo quiero ser parte de la vida de nuestra hija. Sé que te fallé y no espero que me perdones ahora… pero quiero intentarlo.
Le miré largo rato antes de responder:
—No sé si podré perdonarte algún día, Tomás. Pero Lucía tiene derecho a conocer a su padre… Si realmente has cambiado, demuéstralo con hechos, no con palabras.
Desde entonces empezó un proceso lento y doloroso. Tomás venía a ver a Lucía los sábados por la mañana bajo mi supervisión. Al principio ella apenas le hablaba; luego empezó a sonreírle tímidamente.
En casa las discusiones disminuyeron poco a poco. Mi madre seguía desconfiando pero aceptó la situación por el bien de su nieta. Marta se ofreció a acompañar a Tomás alguna vez al parque para observarle de cerca.
Yo seguí refugiándome en la fe y en las pequeñas victorias diarias: ver a Lucía feliz, sentirme menos sola, aprender a dejar ir el rencor poco a poco.
A veces me pregunto si hice lo correcto al dejarle volver a nuestras vidas. ¿Es posible perdonar lo imperdonable? ¿O solo aprendemos a vivir con las cicatrices?
¿Vosotros qué haríais? ¿Seríais capaces de perdonar una traición así por el bien de un hijo?