Más allá de las apariencias: La historia de Camila

—¿Por qué tienes que sentarte en el lugar de mamá? —escupí las palabras sin poder contenerme, mientras el cuchillo temblaba en mi mano y el olor a arroz con pollo llenaba el comedor. Mi padre me miró con esos ojos cansados, llenos de culpa y resignación, mientras Lucía, su nueva esposa, intentaba sonreír como si nada pasara. Mi hermano menor, Tomás, bajó la cabeza y jugó con los granos de maíz en su plato.

Era la primera cena familiar desde que mamá se fue de la casa. Bueno, desde que papá la dejó por Lucía, aunque nadie lo decía en voz alta. En nuestra casa de barrio en las afueras de Medellín, el silencio era tan espeso como la humedad que se colaba por las ventanas.

—Camila, por favor —dijo papá, su voz quebrada—. Solo quiero que intentemos estar bien.

Pero ¿cómo podía estar bien si sentía que todo lo que conocía se había derrumbado? Miré a Lucía, con su blusa impecable y su perfume caro, y sentí una rabia sorda. No era solo por ella; era por todo lo que había perdido: la risa de mamá en la cocina, las noches de películas viejas, la certeza de que la familia era un refugio seguro.

Después de la cena, me encerré en mi cuarto. Diego me escribió un mensaje: «¿Cómo vas? ¿Quieres salir a despejarte?». Diego era mi novio desde hacía dos años, el chico que todos decían que era perfecto para mí. Pero últimamente sentía que ni siquiera él podía entender el vacío que me carcomía por dentro.

Salí a la terraza y miré las luces lejanas de la ciudad. Recordé cuando mamá me decía: «La vida no siempre es justa, Cami, pero uno tiene que aprender a bailar bajo la lluvia». Pero yo no quería bailar; quería gritar.

Esa noche escuché a papá y Lucía discutir en la cocina. Sus voces eran cuchillos afilados:

—No puedes esperar que me acepten de un día para otro —decía Lucía.
—Camila necesita tiempo —respondió papá—. No es fácil para ella.

Me tapé los oídos y lloré en silencio. ¿Por qué nadie pensaba en lo difícil que era para mí?

Los días pasaron y la tensión crecía. Tomás empezó a faltar al colegio; yo apenas comía. Un domingo, mientras ayudaba a Lucía a poner la mesa —porque papá insistía en que «todos somos familia ahora»—, ella me miró y dijo:

—Sé que no soy tu mamá, Camila. Pero quiero que sepas que estoy aquí si algún día necesitas hablar.

No respondí. ¿Cómo podía confiar en alguien que había destruido mi hogar?

Una tarde, Diego me llevó al parque Arví. Caminamos entre los árboles y él intentó animarme:

—Cami, tienes que dejar ir el pasado. Tu papá merece ser feliz también.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Y mi felicidad? ¿Acaso nadie veía mi dolor?

Empezamos a discutir. Diego me acusó de ser egoísta; yo le grité que no entendía nada. Al final, se fue sin mirar atrás. Me quedé sola bajo la lluvia fina, sintiendo que todo lo que amaba se desmoronaba.

Esa noche, mamá me llamó desde Cali. Su voz sonaba lejana pero cálida:

—Hijita, sé que todo duele ahora. Pero tienes derecho a sentir lo que sientes. No te obligues a perdonar ni a olvidar tan rápido.

Lloré con ella al teléfono. Le confesé mis miedos: perderla para siempre, no ser suficiente para papá, quedarme sola.

—Camila —me dijo—, la familia no siempre es como uno espera. Pero tú tienes el poder de decidir quién quieres ser en medio del caos.

Colgué sintiéndome un poco más ligera, pero aún perdida.

Un día encontré una carta escondida entre los libros viejos de mamá. Era para papá, escrita meses antes de irse:

«Sé que ya no somos los mismos. Pero espero que algún día Camila entienda que el amor no siempre dura para siempre, y eso no es culpa de nadie».

Leí esas palabras una y otra vez. Por primera vez sentí compasión por papá… y hasta por Lucía.

Esa noche bajé a cenar sin protestar. Tomás sonrió tímidamente cuando le serví jugo. Papá me miró sorprendido; Lucía solo asintió en silencio.

Después de cenar, me acerqué a Lucía en la cocina:

—No sé si algún día pueda verte como parte de mi familia —le dije—. Pero… gracias por intentar.

Ella sonrió con tristeza:

—No espero reemplazar a tu mamá. Solo quiero que encuentres paz aquí.

Poco a poco empecé a reconstruir mi vida: retomé mis estudios, hablé más con Tomás, incluso acepté salir con amigas del colegio otra vez. Diego intentó buscarme varias veces pero yo ya no era la misma; entendí que mi felicidad no dependía de él ni de nadie más.

Un sábado cualquiera, mientras tomábamos café en la terraza, papá me confesó entre lágrimas:

—Perdóname por no haber sabido protegerte del dolor.

Lo abracé fuerte por primera vez en meses. Sentí que algo dentro de mí sanaba lentamente.

Hoy miro atrás y veo todo lo que perdí… pero también todo lo que gané: fuerza, empatía y una nueva forma de amar a mi familia rota pero real.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántos hijos cargan culpas y miedos ajenos? ¿Vale la pena aferrarse al pasado o es mejor aprender a bailar bajo la lluvia?