El Testamento en la Mesilla: ¿Cómo Perdonar a una Madre que me Olvidó?

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué a mí no?— susurré, con el papel temblando entre mis manos. El testamento, doblado y amarillento, había estado escondido en la mesilla de noche de su habitación, justo al lado de la foto de mi primera comunión. Era una tarde lluviosa en Madrid, el cielo gris reflejaba el peso que sentía en el pecho. Mi hermana Lucía estaba en la cocina, preparando café como si nada hubiera cambiado. Pero para mí, todo había cambiado.

No podía dejar de leer una y otra vez las mismas líneas: «A mi querida hija Lucía, le dejo la casa familiar y todos mis ahorros en La Caixa. A mi hija Marta…» Y ahí terminaba. Nada más. Ni una palabra, ni una explicación. Yo era Marta. La hija olvidada.

Entré en la cocina con el testamento arrugado en el puño. Lucía me miró, sus ojos grandes y oscuros llenos de una mezcla de compasión y miedo.

—¿Lo has encontrado?— preguntó, bajando la voz.

—¿Tú lo sabías?— le espeté, sin poder controlar el temblor en mi voz.

Lucía apartó la mirada. —Mamá me lo dijo hace unos meses. Me pidió que no te lo contara… Dijo que era mejor así.

Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. —¿Mejor para quién? ¿Para ti?

Lucía dejó la taza sobre la encimera con un golpe seco. —No digas eso, Marta. No es justo. Tú siempre fuiste la favorita, la que sacaba buenas notas, la que mamá presumía delante de las vecinas. Yo solo me quedé aquí porque no tenía a dónde ir.

Me quedé en silencio. Recordé todas esas tardes en las que mamá me peinaba antes de ir al colegio, las meriendas de pan con chocolate, los veranos en Benidorm. ¿Había sido todo mentira?

Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama, escuchando el tic-tac del reloj y el eco de las palabras de Lucía. Al amanecer, bajé al salón y encontré a mi padre sentado en su sillón, mirando por la ventana.

—Papá, ¿tú sabías lo del testamento?— pregunté, con voz ronca.

Él suspiró profundamente. —Tu madre tenía sus razones, Marta. No siempre las entendí, pero… era su decisión.

—¿Qué razones? ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

Mi padre me miró con tristeza. —Nada, hija. A veces los padres cometemos errores intentando protegeros.

Me sentí aún más sola. La casa estaba llena de recuerdos, pero ahora todos parecían vacíos, como si hubieran perdido su sentido.

Pasaron los días y la relación con Lucía se volvió tensa. Apenas nos hablábamos. Cada vez que cruzaba el pasillo y veía su puerta cerrada, sentía una punzada de celos y resentimiento. Empecé a evitarla, saliendo temprano para ir al trabajo y volviendo tarde para no coincidir con ella en la cena.

Una tarde, mientras recogía las cosas de mamá, encontré una carta sin abrir dirigida a mí. Reconocí su letra temblorosa al instante. La abrí con manos nerviosas:

«Querida Marta:
Sé que esto te dolerá y ojalá pudiera explicártelo todo cara a cara. No te dejo nada material porque sé que tú tienes fuerza para salir adelante sola. Lucía me necesita más de lo que imaginas. No es una cuestión de amor; es una cuestión de necesidad. Perdóname si te hago daño. Siempre serás mi orgullo.
Con amor,
Mamá»

Leí la carta una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista. ¿Era eso suficiente para perdonar? ¿Bastaba con saber que mamá creía en mí para curar la herida?

Esa noche busqué a Lucía en su habitación. Estaba sentada en la cama, mirando fotos antiguas.

—He encontrado una carta de mamá— le dije suavemente.

Lucía asintió sin mirarme.

—No sé si podré perdonarla— confesé.

Ella se giró hacia mí, con los ojos húmedos.—Yo tampoco sé si podré perdonarme a mí misma por no habértelo contado antes.

Nos abrazamos en silencio, dos hermanas heridas por las decisiones de una madre que ya no estaba para explicarse.

Desde entonces, intento reconstruir mi vida pieza a pieza. El dolor sigue ahí, pero también la certeza de que el amor de una madre puede ser tan imperfecto como profundo.

A veces me pregunto: ¿Es posible perdonar cuando el daño viene de quien más amas? ¿Vosotros habéis sentido alguna vez algo parecido?