Cuando el Silencio se Vuelve Compañía: La Historia de Mariana
—¡Otra vez ese portazo!— pensé, apretando los dientes mientras el eco del golpe retumbaba en las paredes descascaradas de mi departamento en la colonia Narvarte. El reloj marcaba las 6:47 de la mañana y yo, Mariana, sentía el peso del silencio como una manta húmeda sobre los hombros. Me acerqué a la puerta y apoyé la frente en la fría madera, escuchando los pasos apresurados de mi vecina, doña Rosa, que seguramente iba tarde al mercado.
El olor a croquetas de gato y a café recalentado flotaba en el aire. Mi hijo, Emiliano, se había ido hace años a Monterrey buscando mejores oportunidades. Desde entonces, la soledad se instaló aquí conmigo, como ese mueble viejo que nadie se atreve a tirar. A veces me pregunto si fue culpa mía, si debí haberle pedido que se quedara, pero ¿quién soy yo para cortar las alas de alguien?
El teléfono fijo sonó de repente, sobresaltándome. —¿Bueno?— contesté con voz temblorosa.
—Mamá, ¿cómo amaneciste?— Era Emiliano. Su voz sonaba lejana, como si hablara desde otro mundo.
—Bien, hijo. Aquí, ya sabes…— Mentí. No quería preocuparlo. Él tenía su vida, su trabajo, su novia regia que nunca he conocido en persona.
—Te extraño, ma. Prometo ir pronto— dijo él, pero ambos sabíamos que ese pronto era tan incierto como la lluvia en abril.
Colgué y me senté junto a la ventana. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas: “¡Tamales oaxaqueños! ¡A diez el tamal!” El bullicio de la ciudad contrastaba con el vacío de mi sala. Recordé cuando Emiliano era niño y corría por aquí, chocando contra los muebles y riéndose a carcajadas. Ahora, solo quedaba el eco de esos recuerdos.
La soledad no siempre fue mi enemiga. De joven, la buscaba para leer o escribir poemas en mis cuadernos. Pero ahora, a mis 63 años, pesa diferente. Es un silencio que duele en los huesos.
Un día, mientras regaba mis plantas en el balcón, escuché una discusión en el departamento de al lado.
—¡No me hables así!— gritó una voz masculina.
—¡Pues no me ignores!— respondió una mujer llorando.
Me asomé discretamente y vi a los nuevos vecinos: una pareja joven con un bebé que lloraba desconsolado. Pensé en acercarme, ofrecerles ayuda o al menos una taza de café, pero algo me detuvo. Quizá era miedo al rechazo o simplemente costumbre de no meterse en la vida ajena.
Esa noche no pude dormir. Escuché al bebé llorar durante horas y sentí una punzada de nostalgia. Recordé las noches en vela con Emiliano enfermo y cómo mi madre venía desde Iztapalapa para ayudarme. Ahora yo era la abuela ausente.
Al día siguiente, bajé al tianguis por fruta fresca. La señora Lupita me saludó con su sonrisa de siempre:
—¿Y su hijo cuándo viene a verla, doña Mariana?
—Pronto, dice él…— respondí bajando la mirada.
—Ay, estos jóvenes… Siempre tan ocupados. Pero usted no se me achicopale, ¿eh?— me animó Lupita.
Compré unas mandarinas y regresé a casa sintiéndome un poco menos invisible. Decidí escribirle una carta a Emiliano. No un mensaje de WhatsApp ni una llamada rápida: una carta de verdad, con mi letra temblorosa y mi corazón abierto.
“Querido Emiliano,
Hoy el silencio pesa más que otros días. Extraño tus risas y tus abrazos. Sé que tienes tu vida allá lejos, pero aquí siempre tendrás un hogar y una madre que te espera…”
No terminé la carta esa noche. Las lágrimas mancharon el papel y tuve que dejarla a medias.
Pasaron los días y la rutina siguió igual: el portazo del vecino, el llanto del bebé, el sonido lejano del camión de la basura. Un viernes por la tarde, mientras veía una telenovela repetida, tocaron a mi puerta.
—¿Quién es?— pregunté con cautela.
—Hola… Soy Valeria, tu vecina de al lado. Perdón por molestar…
Abrí la puerta y vi a la joven con ojeras profundas y el bebé en brazos.
—¿Puedo pasar? Es que… no sé a quién más acudir. Mi esposo se fue hace horas y no contesta el celular. El niño no deja de llorar y yo… yo ya no puedo más.
La invité a pasar y le preparé un té de manzanilla. Mientras ella lloraba en silencio, yo sostenía al bebé y lo arrullaba como hacía años no lo hacía.
—A veces siento que estoy sola en esto— confesó Valeria entre sollozos.
—No estás sola— le respondí suavemente—. Aquí estoy yo.
Esa noche Valeria se quedó dormida en mi sofá mientras yo cuidaba al pequeño Mateo. Por primera vez en mucho tiempo sentí que mi soledad tenía un propósito: acompañar a alguien más.
Con el paso de las semanas nos hicimos amigas. Compartíamos historias, recetas y silencios cómodos. El departamento dejó de sentirse tan vacío; ahora había risas infantiles y olor a leche tibia.
Un día recibí una videollamada de Emiliano:
—Mamá… ¿quién es ese niño que sale contigo en las fotos?
Le conté todo y él sonrió aliviado.
—Me alegra que tengas compañía, ma. Yo también te extraño mucho…
No sé si algún día Emiliano volverá a vivir conmigo o si Valeria y Mateo se mudarán lejos buscando un futuro mejor. Pero aprendí que la soledad no siempre es enemiga; puede ser puente hacia nuevas historias y afectos inesperados.
Ahora cada mañana abro la ventana y dejo entrar el bullicio de la ciudad sin miedo al silencio. Porque entendí que estar sola no significa estar vacía.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que la soledad puede ser también una oportunidad para empezar de nuevo? ¿O será que solo aprendemos a convivir con ella porque no nos queda otra opción?