Entre distancias y palabras calladas: Mi historia como madre tras el divorcio

—No me llames más, mamá. No quiero hablar contigo. —La voz de Lucía, mi hija, sonó fría, cortante, como un cristal que se rompe en mil pedazos. El teléfono temblaba en mi mano, y sentí cómo el silencio de mi piso en Vallecas se volvía aún más pesado.

Me quedé sentada en el sofá, mirando la foto de Lucía con su uniforme del colegio, cuando aún era una niña y me abrazaba con fuerza. ¿En qué momento se rompió todo? ¿Fue culpa mía? ¿O del padre de Lucía, Sergio, que tras el divorcio apenas volvió a llamarla?

Recuerdo el día que Sergio y yo nos gritamos en la cocina. Los platos volaron, las palabras hirieron más que cualquier objeto. Lucía estaba en su habitación, pero las paredes de nuestro piso eran finas. Después de aquello, ella dejó de hablarme durante semanas. Yo pensaba que era normal, que los niños se adaptan. Qué ingenua fui.

Años después, cuando Lucía cumplió diecisiete, se fue a estudiar a Salamanca. Apenas me llamaba. Yo le mandaba mensajes: «¿Cómo estás? ¿Has comido bien?». Sus respuestas eran monosílabos. «Sí, mamá. Todo bien». Pero yo sentía el vacío crecer entre nosotras.

Una tarde de noviembre, decidí ir a buscarla sin avisar. Cogí el AVE y llegué a su residencia universitaria. Cuando abrió la puerta y me vio, su cara se endureció.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó sin un atisbo de alegría.
—Lucía, solo quería verte… hablar contigo.
—¿Ahora quieres hablar? ¿Después de todos estos años?

Me quedé muda. No supe qué decirle. Me invitó a pasar por pura cortesía española, pero no me ofreció ni un café. Nos sentamos frente a frente en la pequeña mesa de su cuarto.

—Mamá, ¿sabes lo que más me dolió de pequeña? —me dijo de repente—. Que nunca me preguntaste cómo me sentía cuando papá se fue. Solo te preocupabas por ti misma.
—Eso no es verdad… —intenté defenderme.
—¡Sí lo es! —me interrumpió—. Siempre estabas llorando o enfadada. Yo tenía miedo de decirte nada porque pensaba que te haría daño.

Sentí una punzada en el pecho. Me di cuenta de que nunca había visto el divorcio desde sus ojos. Siempre pensé que era la víctima, pero Lucía también lo era.

—Lucía, lo siento… De verdad…
—No quiero tus disculpas ahora —me dijo bajando la voz—. Solo quiero entender por qué nunca fuiste capaz de escucharme.

No supe qué responderle. Me marché esa noche con el corazón hecho trizas.

Pasaron meses sin hablarnos. En Navidad le mandé un mensaje: «Te echo de menos». No respondió. Mi hermana Carmen me decía que le diera tiempo, pero yo sentía que cada día que pasaba era una oportunidad perdida.

En febrero recibí una llamada inesperada de Lucía.

—Mamá… ¿puedes venir? Estoy en el hospital.

El corazón se me paró. Cogí el primer tren y llegué al hospital de Salamanca temblando. Lucía estaba en una cama, pálida pero consciente.

—Ha sido un ataque de ansiedad —me explicó la enfermera—. Nada grave, pero necesita descansar.

Me senté a su lado y le cogí la mano. Por primera vez en años, no me la apartó.

—Lo siento mucho, hija…
Ella cerró los ojos y murmuró:

—Solo quiero que estés aquí… sin juzgarme… sin intentar arreglarlo todo.

Me quedé callada y simplemente la acompañé en silencio.

Durante los días siguientes, compartimos silencios incómodos y miradas largas. Poco a poco, Lucía empezó a contarme cosas: sus miedos, su soledad, lo difícil que fue crecer entre dos padres enfrentados.

Una tarde, mientras paseábamos por la Plaza Mayor cubierta de lluvia fina, me confesó:

—Siempre pensé que no te importaba lo suficiente como para luchar por mí después del divorcio.
—Lucía… yo luché como pude… pero estaba rota por dentro.
—¿Y yo? ¿Quién luchó por mí?

No supe qué decirle. Solo pude abrazarla bajo la lluvia y llorar juntas por todo lo no dicho durante años.

Ahora, meses después, nuestra relación sigue siendo frágil pero real. Nos llamamos cada semana y hablamos de cosas pequeñas: recetas nuevas, series españolas, recuerdos de cuando íbamos juntas al Retiro los domingos.

A veces me pregunto si algún día podré reparar todo el daño causado por mi ceguera emocional. ¿Cuántas madres y padres en España viven atrapados entre el dolor propio y el de sus hijos tras un divorcio? ¿Cuántas palabras calladas pesan más que cualquier grito?

Quizá nunca tenga todas las respuestas, pero he aprendido que escuchar es el primer paso para sanar.

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez esa distancia insalvable con alguien a quien amáis? ¿Creéis que es posible reconstruir lo roto si ambas partes están dispuestas a intentarlo?