El visitante inesperado del pinar de El Escorial: cómo un encuentro cambió mi vida y desgarró a mi familia
—¿Quién eres? —grité, con la voz temblorosa, mientras el agua del regadero caía a mis pies y el desconocido se detenía al borde del seto. El sol de la tarde apenas iluminaba su rostro, pero sus ojos, oscuros y hundidos, me miraban con una mezcla de súplica y amenaza. Mi perro, Curro, ladraba sin parar, pero no se atrevía a acercarse.
—No quiero hacerte daño —dijo el hombre, levantando las manos—. Solo necesito hablar con alguien de la familia de los Ortega.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Nadie usaba ya ese apellido en el pueblo, salvo mi madre, y ella llevaba años sin salir de casa. El apellido Ortega era sinónimo de silencio y miradas esquivas desde que mi abuelo desapareció en circunstancias nunca aclaradas, allá por el 86. Mi padre siempre decía que era mejor no remover el pasado, pero yo nunca pude dejar de preguntarme qué había ocurrido realmente.
—¿Qué quieres? —insistí, retrocediendo hacia la puerta. El hombre parecía exhausto, sucio, como si llevara días vagando por el monte. Llevaba una chaqueta vieja y una bufanda deshilachada, a pesar del calor.
—Solo… solo necesito ver a Carmen Ortega —susurró. Mi madre.
Corrí dentro de casa y cerré la puerta con llave. Llamé a mi hermano Luis, que vivía en Madrid, pero no contestó. Mi madre estaba en su habitación, sentada junto a la ventana, mirando el pinar como cada tarde. Cuando le conté lo que había pasado, palideció y se llevó la mano al pecho.
—¿Cómo era? —preguntó con voz apenas audible.
—Alto, delgado… parecía extranjero, pero hablaba perfecto español. Dijo que quería verte.
Mi madre no respondió. Se quedó mirando al vacío durante varios minutos. Yo sentía que algo terrible estaba a punto de suceder.
Esa noche no dormí. Cada crujido de la casa me hacía saltar de la cama. Al amanecer, encontré a mi madre en la cocina, preparando café como si nada hubiera pasado. Pero sus manos temblaban.
—No le digas nada a tu padre —me advirtió—. Esto es asunto mío.
Pero mi padre no tardó en enterarse. Cuando llegó del trabajo y vio mi cara desencajada, me obligó a contárselo todo. Se enfadó tanto que salió al patio con una escopeta vieja que guardaba «por si acaso» desde los años convulsos de la Transición.
—¡Si ese hombre vuelve a aparecer por aquí, lo echo a tiros! —gritó.
La tensión en casa se podía cortar con un cuchillo. Mi hermano Luis llegó esa misma tarde desde Madrid, alarmado por mis mensajes. Siempre había sido el mediador en la familia, pero esta vez ni él pudo calmar los ánimos.
Esa noche, mientras cenábamos en silencio, alguien llamó a la puerta. Mi padre se levantó de un salto y agarró la escopeta. Yo me quedé paralizada. Luis fue quien abrió.
El hombre del pinar estaba allí, más demacrado aún. Traía una carta en la mano.
—Por favor —dijo—. Solo quiero entregar esto a Carmen Ortega. No busco problemas.
Mi madre apareció en el pasillo y se quedó mirándolo fijamente. Durante unos segundos nadie dijo nada. Luego ella avanzó despacio y tomó la carta.
—Vete —le dijo mi padre al hombre—. Aquí no tienes nada que hacer.
El desconocido asintió y desapareció entre las sombras del pinar.
Mi madre subió a su habitación y se encerró durante horas. Cuando por fin salió, tenía los ojos hinchados de llorar y una expresión que nunca le había visto antes: mezcla de alivio y resignación.
Nos sentamos todos en el salón. Mi padre estaba furioso; Luis intentaba entender; yo solo quería saber la verdad.
—Ese hombre… —empezó mi madre con voz rota— es hijo de tu abuelo. Mi hermano.
El silencio fue absoluto. Nadie sabía qué decir.
—Mi padre tuvo una relación con una mujer francesa durante la guerra —continuó—. Siempre lo ocultó por miedo al qué dirán… Cuando él desapareció, pensábamos que había huido solo, pero ahora sé que fue a buscar a su otro hijo.
Mi padre se levantó bruscamente y salió dando un portazo. Luis se tapó la cara con las manos. Yo sentí que todo lo que creía saber sobre mi familia se desmoronaba.
Durante días apenas hablamos entre nosotros. El pueblo empezó a murmurar; alguien había visto al desconocido rondando por el cementerio viejo. Mi madre cayó enferma; apenas comía ni salía de su cuarto.
Una tarde decidí buscar al hombre en el pinar. Lo encontré sentado junto a un árbol caído, mirando una foto antigua.
—¿Por qué has venido ahora? —le pregunté.
—Porque merecéis saber la verdad —respondió—. No quiero nada más que eso: que sepáis quién fue realmente vuestro abuelo.
Me contó historias de su infancia en Francia, de cartas nunca enviadas, de promesas rotas por la guerra y el miedo al rechazo. Sentí compasión por él… y rabia hacia mi familia por tantos años de silencio.
Volví a casa con la carta que él me entregó para mi madre. Ella la leyó en silencio y luego me abrazó como nunca antes lo había hecho.
Poco a poco fuimos reconstruyendo los pedazos rotos de nuestra historia familiar. Mi padre nunca aceptó del todo lo ocurrido; Luis intentó mediar entre todos; yo aprendí que el pasado siempre vuelve, aunque intentemos enterrarlo bajo capas de silencio y vergüenza.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas por secretos antiguos? ¿Cuánto daño puede hacer el miedo al qué dirán? ¿Y si hubiéramos tenido el valor de hablar antes?