Esperando a Lucía: El verano que nunca llegó

—¿Por qué sigues ahí, Emiliano?— La voz de mi madre se coló por la ventana, cortando el aire espeso de la tarde. Yo ni siquiera me giré. Seguía sentado en la banqueta, mirando la calle vacía, con el corazón apretado como cada día desde que Lucía se fue.

—Ya va a oscurecer, hijo. Entra, por favor— insistió ella, pero yo solo apreté más fuerte el pequeño papel arrugado en mi mano. Era la última carta de Lucía, escrita con su letra apurada y llena de promesas: «Espérame en el mismo lugar. Volveré en verano».

Pero el verano llegó y Lucía no. Y yo seguía ahí, como un tonto, esperando que apareciera entre el polvo y el canto de los grillos. El pueblo entero lo sabía. Las vecinas murmuraban detrás de las cortinas: «Pobre Emiliano, tan iluso». Mi hermano menor, Diego, se burlaba: —Ya deja de hacerle al drama, Lucía seguro ni se acuerda de ti.

No entendían. Nadie entendía lo que era sentir ese vacío, esa esperanza terca que se aferra aunque todo indique lo contrario. Mi padre, don Rogelio, era más duro: —Los hombres no esperan, Emiliano. Los hombres actúan. ¿Vas a pasarte la vida sentado ahí?

Pero yo no podía moverme. Cada tarde repasaba en mi mente el último día que vi a Lucía. El sol caía a plomo sobre los cañaverales y ella me miró con esos ojos grandes y tristes:

—Tengo que irme, Emi. Pero te juro que regreso. Solo dame tiempo.

—¿Por qué te vas?— le pregunté, sintiendo que algo se rompía dentro de mí.

—No puedo decirte ahora. Pero confía en mí.

La abracé tan fuerte como pude y ella se fue sin mirar atrás. Desde entonces, cada día era una repetición del anterior: la espera, la esperanza, el dolor.

Un día, mientras mi madre preparaba café en la cocina y yo fingía leer para no pensar en Lucía, escuché una conversación entre mis padres:

—Rogelio, ¿y si Lucía no vuelve? El muchacho está sufriendo mucho.

—No debiste dejar que se encariñara tanto con esa niña. Sabes bien quién es su padre.

Me quedé helado. ¿Qué tenía que ver su padre? Siempre supe que don Ernesto era un hombre complicado, pero nunca imaginé que eso afectaría mi vida.

Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui al cuarto de Diego.

—¿Tú sabes algo de Lucía?— le pregunté en voz baja.

Él me miró con fastidio.—Solo sé que su papá tuvo problemas con los narcos del otro lado del río. Dicen que por eso se fueron tan rápido.

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. ¿Era eso lo que Lucía no podía contarme? ¿Estaba en peligro?

A la mañana siguiente, decidí buscar respuestas. Fui a casa de doña Carmen, la abuela de Lucía. Ella me recibió con los ojos rojos y las manos temblorosas.

—¿Sabes algo de Lucía?— le pregunté casi suplicando.

Ella suspiró.—Ay, Emiliano… Mi niña está bien, pero no puede volver todavía. Su papá… bueno, cometió errores graves. Ahora están lejos, tratando de empezar de nuevo.

—¿Volverá algún día?— pregunté con la voz quebrada.

Doña Carmen me acarició la cabeza como cuando era niño.—No lo sé, hijo. A veces la vida nos obliga a tomar caminos que no queremos.

Salí de ahí sintiendo una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que pagar yo por los errores de otros? ¿Por qué nadie me lo dijo antes?

Esa tarde no fui a esperar bajo el árbol de mango. Me encerré en mi cuarto y lloré como hacía años no lo hacía. Mi madre entró en silencio y me abrazó sin decir nada. Por primera vez entendí que ella también sufría por verme así.

Los días pasaron lentos y pesados. El pueblo seguía su rutina: los niños jugando fútbol en la calle, las señoras barriendo las aceras, los hombres tomando cerveza en la tienda de don Pancho. Pero para mí todo había cambiado.

Una noche, mientras cenábamos frijoles con tortillas recién hechas, mi padre rompió el silencio:

—Emiliano, tienes que seguir adelante. La vida aquí es dura y nadie nos regala nada. Si te quedas esperando toda la vida, te vas a perder lo bueno que aún puedes tener.

No le respondí. Solo pensé en Lucía y en todo lo que habíamos soñado juntos: irnos a estudiar a Xalapa, abrir una cafetería frente al mar, tener hijos con sus ojos grandes y mi terquedad.

Un domingo por la tarde, mientras ayudaba a Diego a arreglar su bicicleta, llegó una carta para mí. Era de Lucía. Temblando abrí el sobre:

«Emiliano,
Sé que he tardado mucho en escribirte y quizás ya no quieras saber nada de mí. Pero quiero que sepas que pienso en ti todos los días. Aquí todo es difícil y extraño; extraño tu risa y tu paciencia para esperar siempre por mí. No sé cuándo podré volver ni si será posible algún día. Solo quiero que seas feliz, aunque sea sin mí.
Con amor,
Lucía»

Leí la carta una y otra vez hasta que las lágrimas me nublaron la vista. Por primera vez sentí que debía dejarla ir.

Esa noche salí al patio y miré las estrellas como hacíamos juntos cuando éramos niños.

—¿Por qué la vida nos separa así?— susurré al viento.

Mi madre se acercó y me tomó la mano.—A veces amar también es aprender a soltar.

El verano terminó y yo ya no esperé más bajo el árbol de mango. Empecé a ayudar a mi padre en el taller mecánico y poco a poco volví a reír con Diego y mis amigos del barrio. Pero cada vez que paso por ese árbol siento un nudo en el pecho y me pregunto si algún día volveré a ver a Lucía.

Ahora entiendo que hay ausencias que duelen toda la vida y secretos familiares que nos marcan sin quererlo. Pero también sé que uno puede aprender a vivir con ese dolor y seguir adelante.

¿Ustedes han tenido que dejar ir a alguien aunque les duela? ¿Cómo se aprende a vivir con esa ausencia?