Cuando mamá no sabe marcharse: Un año bajo el mismo techo
—¿Otra vez has dejado los platos sin fregar, Lucía?— La voz de mi madre retumba en la cocina, tan afilada como siempre. Me giro, con el estropajo aún en la mano, y la encuentro de pie, brazos cruzados, mirándome como si tuviera quince años y no cuarenta y dos.
—Mamá, acabo de llegar del trabajo. Dame un minuto, por favor— le respondo, intentando que no se me quiebre la voz. Pero ella ya ha empezado a recoger los platos, murmurando algo sobre el desorden y cómo antes todo estaba mejor hecho.
Mi marido, Álvaro, entra en ese momento. Nos mira a las dos y suspira. Sé que está cansado de las discusiones, de los silencios incómodos en la mesa y de las miradas de reproche que cruzan el salón cada noche. Mis hijos, Marta y Sergio, han aprendido a esquivar a su abuela: Marta se encierra en su cuarto con los cascos puestos; Sergio se refugia en el fútbol con los amigos. Yo me siento atrapada entre todos ellos, como si fuera una cuerda a punto de romperse.
Todo empezó hace un año, cuando mi padre murió de repente. Mamá no quiso quedarse sola en el pueblo y yo, sintiéndome responsable, le ofrecí venir a vivir con nosotros. Al principio pensé que sería temporal, que encontraría su sitio en Madrid o que al menos aprenderíamos a convivir. Pero nada de eso ocurrió.
La casa se llenó de sus costumbres: la radio puesta a todo volumen por las mañanas, las críticas constantes a cómo educo a mis hijos, los comentarios sobre la comida (“En mis tiempos no se comía tanta porquería”). Álvaro intentó ser paciente, pero cada vez que mamá le corregía delante de los niños o le recordaba cómo debería arreglar el grifo del baño, su paciencia se iba desgastando.
Una noche, después de una cena especialmente tensa en la que mamá criticó a Marta por su ropa (“¿Vas a salir así? Pareces una cualquiera”), Álvaro me tomó del brazo en el pasillo.
—Lucía, esto no puede seguir así. Nos está destrozando— susurró, con los ojos llenos de cansancio.
Sentí una punzada de culpa. ¿Qué podía hacer? ¿Echar a mi madre? ¿Ser tan mala hija como para dejarla sola?
Las semanas pasaron y la situación empeoró. Mamá empezó a intervenir en todo: desde cómo debía organizar la compra hasta qué canal ver en la tele. Un día llegó incluso a leer el diario íntimo de Marta “por accidente”. Mi hija no me habló durante dos días.
Intenté hablar con mamá:
—Mamá, necesitamos espacio. Los niños están incómodos…
—¿Incómodos? Lo que están es malcriados. Si tú fueras más firme…
—No es eso. Es que… esta casa es pequeña para todos.
Ella me miró con esos ojos grises que siempre han sabido hacerme sentir pequeña.
—Si te molesto tanto, dímelo claro. Me voy al asilo y ya está.
Me quedé sin palabras. ¿Cómo decirle que sí? ¿Cómo decirle que no?
Esa noche lloré en silencio mientras Álvaro dormía. Recordé mi infancia en el pueblo: mamá siempre fuerte, siempre mandando, pero también siempre ahí cuando la necesitaba. Ahora era yo quien debía cuidarla… ¿pero a qué precio?
Los días se volvieron una sucesión de pequeñas batallas: por la comida, por el orden, por los horarios. Marta empezó a suspender exámenes; Sergio se volvió más callado. Álvaro y yo casi no hablábamos más allá de lo imprescindible.
Un domingo por la tarde, mientras mamá dormía la siesta, Álvaro me abrazó en la cocina.
—Lucía, tienes que decidir. O tu madre encuentra otro sitio… o esto se rompe del todo.
Sentí que me ahogaba. ¿Cómo elegir entre mi madre y mi familia?
Esa noche soñé con mi padre. Me decía: “No puedes salvar a todos”. Me desperté llorando.
Al día siguiente llevé a mamá al parque. Nos sentamos en un banco bajo los plátanos.
—Mamá… creo que necesitas tu propio espacio. Aquí no eres feliz y nosotros tampoco.
Ella me miró largo rato. Por primera vez vi miedo en sus ojos.
—¿Me estás echando?
—No… sólo quiero que estés bien. Podemos buscarte un piso cerca, o una residencia donde tengas amigas…
Se levantó sin decir nada y caminó hacia casa sola. Esa noche no cenó con nosotros.
Durante días apenas nos hablamos. La tensión era insoportable. Finalmente aceptó visitar una residencia cercana. No fue fácil; lloró mucho y yo también. Pero poco a poco empezó a adaptarse. Hizo amigas, retomó el bingo y hasta sonríe más.
En casa las cosas mejoraron: Marta volvió a reírse conmigo; Sergio me abrazó una noche sin decir nada; Álvaro y yo recuperamos nuestras conversaciones nocturnas.
Pero cada vez que visito a mamá siento una punzada de culpa mezclada con alivio.
¿De verdad soy mala hija por querer vivir en paz? ¿Cuántas familias más estarán pasando por lo mismo sin atreverse a hablarlo?