Nunca dejes entrar a una amiga soltera: la voz de mi madre y mi soledad

—¿Por qué no me invitas nunca a tu casa, Ana? —me preguntó Lucía, con esa sonrisa que siempre me había parecido sincera, pero que ahora me resultaba incómoda, casi amenazante.

Me quedé callada. El eco de la voz de mi madre retumbó en mi cabeza: “Nunca dejes entrar a una amiga soltera en tu casa, Ana. Sobre todo si tu marido está cerca. Las mujeres solteras siempre buscan lo que no tienen.”

Era una tarde de enero en Madrid, el cielo gris y la ciudad envuelta en ese frío que cala los huesos. Yo acababa de ser madre hacía apenas tres meses. Mi hijo dormía en la habitación contigua, y yo sentía que el mundo se había reducido a ese pequeño piso de Lavapiés, a las paredes que cada día se cerraban un poco más sobre mí.

Lucía y yo habíamos sido inseparables desde la universidad. Compartimos risas, lágrimas, noches interminables en Malasaña y confidencias en los bancos del Retiro. Pero desde que nació Mateo, todo cambió. Ella seguía soltera, libre, con esa vida que yo había dejado atrás casi sin darme cuenta. Y yo… yo era otra persona. O al menos eso sentía.

—Es que ahora con el niño… —balbuceé, evitando su mirada.

—¿Y qué? —insistió ella—. ¿No confías en mí?

No supe qué responder. ¿Confiaba en ella? ¿O era la voz de mi madre la que hablaba por mí? Empecé a notar cómo la distancia crecía entre nosotras, como si una sombra se interpusiera cada vez que intentábamos acercarnos.

Mi marido, Sergio, tampoco ayudaba. Una noche, mientras cenábamos, me soltó:

—¿Por qué no viene nunca Lucía? Antes no salíais la una sin la otra.

Le miré fijamente. ¿Acaso no lo notaba? ¿No veía cómo Lucía lo miraba a veces? ¿O era yo quien imaginaba cosas? Recordé las palabras de mi madre, esa advertencia que parecía tan anticuada y cruel, pero que ahora me parecía tan real como el llanto de mi hijo en mitad de la noche.

—No sé… —dije—. Está ocupada.

Pero no era verdad. Era yo quien ponía excusas, quien evitaba sus llamadas, quien respondía a sus mensajes con monosílabos. Y Lucía lo notaba. Un día apareció sin avisar. Llamó al timbre mientras yo intentaba dormir a Mateo.

—Ana, tenemos que hablar —dijo nada más abrirle la puerta.

La dejé pasar, nerviosa. Sergio estaba en el salón viendo el fútbol. Lucía entró y le saludó con un beso en la mejilla. Yo sentí un pinchazo en el estómago.

—¿Qué te pasa conmigo? —me preguntó cuando nos quedamos solas en la cocina.

—Nada… —mentí.

—No me mientas. Desde que nació Mateo apenas me hablas. ¿He hecho algo?

La miré a los ojos y vi tristeza, pero también rabia. Quise decirle la verdad, contarle lo que sentía, pero me dio vergüenza. ¿Cómo iba a confesarle que tenía miedo? ¿Miedo de perderlo todo? ¿Miedo de que ella pudiera arrebatarme lo poco que tenía?

—Es que… —empecé a decir—. Mi madre siempre decía…

Lucía me interrumpió:

—¿Tu madre? ¿De verdad vas a dejar que una superstición destruya nuestra amistad?

Me quedé sin palabras. Sentí ganas de llorar. En ese momento entró Sergio en la cocina.

—¿Todo bien? —preguntó.

Lucía le sonrió forzadamente y salió del piso sin despedirse. Me quedé allí, sola, con mi hijo llorando en la cuna y mi marido mirándome sin entender nada.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si realmente estaba perdiendo la cabeza. Recordé todas las veces que Lucía me había apoyado: cuando suspendí las oposiciones, cuando murió mi padre, cuando Sergio y yo discutimos por primera vez… Ella siempre estuvo ahí. Y ahora yo la estaba apartando por miedo, por una frase absurda repetida generación tras generación.

Los días pasaron y Lucía no volvió a llamarme. Yo tampoco tuve valor para buscarla. Me refugié en mi rutina: el niño, la casa, las compras en el mercado de Antón Martín, los paseos cortos por el barrio con otras madres igual de cansadas y solas que yo.

Una tarde escuché a dos vecinas hablar en el portal:

—Dicen que la soledad es peor que cualquier enfermedad —decía una.

—Sí, pero a veces nosotras mismas nos la buscamos —respondió la otra.

Sentí un escalofrío. ¿Era eso lo que estaba haciendo? ¿Buscando mi propia soledad por miedo?

Un domingo por la mañana recibí un mensaje de Lucía: “Lo siento si te hice daño. Te quiero mucho.”

Me derrumbé. Lloré como hacía años no lloraba. Quise responderle, pero no supe qué decirle. Me sentí cobarde e injusta.

Esa noche hablé con Sergio:

—Creo que estoy perdiendo a mi mejor amiga por culpa de mis miedos…

Él me abrazó y me dijo:

—Ana, tienes que decidir si quieres vivir según tus propias reglas o las de los demás.

Me quedé pensando mucho tiempo en sus palabras. Al final escribí a Lucía: “Perdóname. Te necesito.”

No sé si nuestra amistad volverá a ser como antes. No sé si podré liberarme del todo de esa voz materna que me susurra al oído cada vez que siento miedo o inseguridad. Pero sí sé una cosa: nadie debería dejarse llevar por los prejuicios heredados ni permitir que el miedo destruya lo más valioso que tiene.

¿Hasta qué punto dejamos que las voces del pasado dirijan nuestra vida? ¿Cuántas amistades hemos perdido por miedo a quedarnos solas?