A los sesenta años, busqué a mi primer amor: el día que descubrí a mi hija perdida

—¿Por qué vienes ahora, Lucía? —me preguntó mi hermana Carmen, con esa mezcla de reproche y ternura que sólo ella sabe usar—. ¿No tienes suficiente con tu vida en Madrid?

No supe qué responder. Había pasado toda la noche en el tren, mirando por la ventanilla cómo la oscuridad devoraba los campos de Castilla. A mis sesenta años, con dos hijos ya independientes y un marido que apenas me miraba en la mesa del desayuno, sentí un vacío tan grande que sólo podía llenarlo enfrentándome al pasado. El pasado tenía nombre: Ignacio.

Ignacio fue mi primer amor, el chico con el que soñaba en las noches de verano en el pueblo, cuando la vida parecía sencilla y el futuro era una promesa. Pero la vida se encargó de separarnos: mis padres querían otra cosa para mí, y yo, obediente, me fui a estudiar a Madrid. Nunca volví a saber de él. Hasta hoy.

Carmen me miró con compasión cuando le pedí la dirección de Ignacio. Dudó un instante, pero al final me la dio. —No sé si haces bien —susurró—. Hay heridas que es mejor no tocar.

La casa de Ignacio estaba en las afueras del pueblo, rodeada de olivos y silencio. Llamé al timbre con el corazón desbocado. Cuando se abrió la puerta, no fue Ignacio quien apareció, sino una mujer joven, de unos treinta años, con el pelo oscuro y los ojos grandes. Me quedé helada: era como mirarme a mí misma en el espejo de mi juventud.

—¿Sí? —preguntó ella, desconfiada.

—Busco a Ignacio Torres —balbuceé.

La mujer me estudió un momento antes de responder:

—¿Quién lo pregunta?

—Me llamo Lucía… Lucía Morales. Fui amiga suya hace muchos años.

Ella bajó la mirada y abrió un poco más la puerta.

—Mi padre no está ahora. ¿Quiere dejarle algún recado?

«Mi padre». Sentí un vértigo extraño. ¿Era posible? ¿Podía ser mi hija? La idea me golpeó con fuerza. Recordé aquel verano en el que todo cambió, cuando Ignacio y yo nos despedimos sin palabras y yo me fui a Madrid con un secreto en el vientre. Mis padres se encargaron de todo: dijeron que era mejor así, que nadie debía saberlo. El bebé nació y desapareció de mi vida antes de que pudiera abrazarlo.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, temblando.

—Sofía —respondió ella, con una sonrisa forzada.

No pude evitarlo: las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Sofía me miró, confundida.

—¿Se encuentra bien?

—Perdona… Es que… —No supe cómo explicarle el torbellino de emociones que me sacudía.

En ese momento apareció Ignacio por el camino de grava. Había envejecido, claro; pero sus ojos seguían siendo los mismos. Cuando me vio, se detuvo en seco.

—Lucía…

El silencio entre nosotros era denso como la niebla. Sofía nos miraba alternativamente, sin entender nada.

—Papá, ¿la conoces?

Ignacio asintió lentamente.

—Sí, Sofía. Ella… ella fue muy importante para mí hace mucho tiempo.

Nos sentamos en el porche. Sofía nos sirvió café y se quedó cerca, como si intuyera que algo importante estaba a punto de revelarse.

—¿Por qué has venido? —preguntó Ignacio, con voz ronca.

—Tenía que saber… —dije—. No he dejado de pensar en ti todos estos años. Y cuando vi a Sofía… Ignacio, ¿es mi hija?

Ignacio bajó la cabeza. Sofía se levantó de golpe.

—¿Qué está diciendo? ¿Mamá?

Ignacio la miró con tristeza.

—Sofía, hay cosas que nunca te conté porque pensé que era lo mejor para ti… Lucía es tu madre biológica.

El grito de Sofía desgarró el aire:

—¡Me habéis mentido toda la vida!

Salió corriendo hacia el olivar. Yo quise ir tras ella, pero Ignacio me detuvo.

—Déjala. Necesita tiempo.

Nos quedamos solos, rodeados por los recuerdos y el dolor. Ignacio me contó cómo había luchado por quedarse con Sofía cuando mis padres se la entregaron al nacer; cómo había intentado buscarme pero le cerraron todas las puertas; cómo había criado a nuestra hija solo, inventando una madre muerta para protegerla del escándalo del pueblo.

Lloré por todo lo perdido: los años sin Sofía, los abrazos no dados, las palabras nunca pronunciadas. Lloré también por mi marido y mis hijos en Madrid, ajenos a esta otra vida mía que ahora salía a la luz como una herida mal cerrada.

Esa noche dormí en casa de Carmen. No pude pegar ojo. Al amanecer salí al campo y encontré a Sofía sentada bajo un olivo, abrazando las rodillas.

—Sofía… —susurré.

Ella no me miró al principio. Luego levantó la vista y vi mis propios ojos reflejados en los suyos.

—¿Por qué me abandonaste?

No supe qué decirle. Le hablé del miedo, de la presión familiar, del dolor de perderla antes siquiera de conocerla. Le pedí perdón mil veces, sabiendo que ninguna palabra bastaría para curar esa herida.

Sofía lloró conmigo. Nos abrazamos largo rato bajo el cielo gris de Castilla.

Volví a Madrid unos días después, dejando atrás más preguntas que respuestas. Mi marido notó mi tristeza pero no preguntó nada; mis hijos siguieron con sus vidas sin sospechar el terremoto interior que me sacudía.

Ahora escribo estas líneas preguntándome: ¿Podemos alguna vez escapar realmente del pasado? ¿O estamos condenados a reencontrarnos con quienes fuimos cuando menos lo esperamos?