La herencia de la abuela Carmen: Cuando una casa rompe una familia

—¡No tienes vergüenza, Lucía! —gritó mi tía Pilar, con los ojos inyectados en rabia, mientras sostenía el testamento temblando entre las manos—. ¡Después de todo lo que hemos hecho por mamá, vienes tú a reclamar la casa!

Me quedé helada en el salón, rodeada de las fotos antiguas de la abuela Carmen, que parecían observarnos desde las paredes con una mezcla de tristeza y resignación. Mi primo Sergio bajó la cabeza, incapaz de mirarme. Mi madre, sentada a mi lado, apretó mi mano con fuerza, como si quisiera transmitirme todo el valor que a ella le faltaba.

Nunca imaginé que la muerte de la abuela Carmen, la mujer que me enseñó a leer y a amar los paseos por la Plaza Mayor de Salamanca, acabaría convirtiéndose en una batalla campal por una casa. Pero así fue. Y aún hoy, años después, me pregunto si todo esto podría haberse evitado.

La abuela Carmen vivió sus últimos años en esa casa antigua, con las baldosas hidráulicas y los techos altos, donde el olor a café recién hecho se mezclaba con el de los geranios del balcón. Yo iba a verla cada vez que podía, aunque vivía en Madrid por trabajo. Pero era mi tía Pilar quien estaba allí cada día, llevándole la compra, acompañándola al médico, soportando sus manías y sus olvidos. Eso nadie lo niega.

El día del entierro, Salamanca estaba cubierta por una niebla espesa. Recuerdo cómo mi madre lloraba en silencio y cómo Pilar no soltó ni una lágrima. Al salir del cementerio, Sergio se me acercó:

—Lucía, ¿tú sabías algo del testamento?

Negué con la cabeza. No tenía ni idea de lo que la abuela había decidido. Pero en el fondo, todos sabíamos que esa casa era el único bien importante que quedaba en la familia.

Una semana después, nos reunimos en el despacho del notario. El aire estaba cargado de tensión. El notario leyó el testamento: “Dejo mi vivienda sita en la calle Toro a mis nietas Lucía y Marta, por partes iguales”.

El silencio fue absoluto. Mi tía Pilar se puso roja como un tomate.

—¿Cómo puede ser? —susurró—. ¡Si yo he estado aquí todos los días! ¡Vosotras solo venís en Navidad!

Mi madre intentó calmarla:

—Pilar, mamá quería que la casa siguiera siendo de las nietas. No es cuestión de méritos…

Pero Pilar no escuchaba. Se levantó de golpe y salió dando un portazo. Sergio fue tras ella.

A partir de ese día, todo cambió. Las llamadas se volvieron frías, las comidas familiares desaparecieron y los reproches comenzaron a llegar por WhatsApp:

“Espero que disfrutes mucho de la casa por la que no has movido un dedo”, me escribió Pilar una noche.

Intenté explicarle que yo no había pedido nada, que ni siquiera sabía lo que la abuela había decidido. Pero era inútil. La herida estaba abierta y sangraba cada día un poco más.

Mi hermana Marta y yo discutimos durante semanas sobre qué hacer con la casa. Ella quería venderla para pagar su hipoteca en Barcelona; yo soñaba con conservarla, con llenarla de vida y recuerdos nuevos. Pero cada vez que intentábamos hablarlo con Pilar o Sergio, acabábamos a gritos.

Un domingo cualquiera, decidí ir sola a la casa. Al abrir la puerta, me invadió el olor a madera vieja y a colonia Nenuco. Me senté en el sofá donde tantas veces me dormí escuchando las historias de la abuela. Lloré como una niña pequeña.

De repente, escuché pasos en el pasillo. Era Sergio.

—No sabía que ibas a venir —dijo sin mirarme—. Mamá está destrozada.

—¿Y tú? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—No sé… Todo esto es una mierda. Antes veníamos aquí todos los domingos a comer juntos. Ahora parece que solo importa quién se queda con las llaves.

Nos quedamos callados un rato. Luego me atreví a decirle lo que llevaba semanas pensando:

—¿Crees que podríamos arreglarlo? ¿Volver a ser familia?

Sergio me miró por fin, con los ojos llenos de lágrimas.

—No lo sé, Lucía. Hay cosas que no se pueden perdonar tan fácilmente.

Salí de la casa esa tarde sintiéndome más sola que nunca. Mi madre intentaba mediar entre su hermana y nosotras, pero cada intento acababa en reproches sobre quién había cuidado más a la abuela o quién merecía más su cariño… o su herencia.

Los meses pasaron y Marta decidió vender su parte a un desconocido. Yo no podía permitirme comprarla entera ni quería compartirla con alguien ajeno a nuestra historia. Así que al final, también vendí mi parte.

El día que firmé ante notario sentí un vacío inmenso. La casa se fue para siempre y con ella los domingos de cocido, las risas en el balcón y las historias al calor del brasero.

Hoy apenas hablo con Pilar ni con Sergio. Mi madre envejece rápido y cada vez le cuesta más recordar aquellos tiempos felices antes de la guerra por la herencia.

A veces me pregunto si mereció la pena perderlo todo por una casa… ¿Cuántas familias más se romperán por algo tan material? ¿De verdad vale más una propiedad que los recuerdos compartidos?