Entre el amor y la sangre: Cuando mi marido me obligó a elegir
—¿Otra vez hablando con tu madre, Lucía? —La voz de Sergio retumbó en el pasillo, cortando el aire como un cuchillo. Yo apreté el móvil contra el pecho, como si pudiera protegerme de sus palabras.
—Solo quería saber cómo está papá después de la operación —respondí, intentando que mi voz no temblara.
Sergio bufó, se pasó la mano por el pelo y murmuró algo ininteligible. Desde aquella tarde en casa de mis padres, cuando una discusión absurda por la herencia de la abuela acabó en gritos y portazos, Sergio había decidido que no quería volver a verlos. Ni a mi madre, ni a mi padre, ni siquiera a mi hermana pequeña, Marta. «No me respetan», repetía una y otra vez. «No me valoran». Y yo, atrapada entre dos mundos, sentía cómo cada día se abría una grieta más profunda bajo mis pies.
Recuerdo perfectamente aquel domingo. Mi madre había preparado cocido madrileño y todos nos sentamos en la mesa grande del comedor. Sergio llegó tarde, con cara de pocos amigos. Mi padre le hizo una broma sobre el fútbol y Sergio, en vez de reírse, contestó con una pulla sobre la política. En cuestión de minutos, los ánimos se caldearon. Marta intentó mediar, pero fue inútil. Al final, Sergio se levantó de la mesa y dijo que no volvería a pisar esa casa.
Al principio pensé que se le pasaría. Que era cuestión de días. Pero pasaron semanas, luego meses. Cada vez que yo mencionaba a mi familia, Sergio se ponía tenso. Si recibía un mensaje de mi madre, él fruncía el ceño. Si Marta me llamaba para contarme sus problemas en la universidad, él salía del salón dando un portazo.
—¿Por qué tienes que hablar tanto con ellos? —me preguntó una noche mientras cenábamos tortilla de patatas en silencio.
—Son mi familia, Sergio. Los echo de menos —le dije, sintiendo un nudo en la garganta.
—¿Y yo qué soy? ¿No soy tu familia ahora? —me espetó, mirándome con una mezcla de rabia y tristeza.
No supe qué contestar. ¿Por qué tenía que elegir? ¿Por qué amarle a él significaba alejarme de los míos?
Empecé a mentirle. Le decía que iba al supermercado cuando en realidad iba a ver a mi madre al hospital. Le decía que tenía reuniones en el trabajo cuando quedaba con Marta para tomar un café en la Gran Vía. Cada mentira era una puñalada en el pecho, pero no podía soportar la idea de perder a ninguno de los dos bandos.
Mi madre me llamaba cada noche para preguntarme si estaba bien. Yo le decía que sí, que todo estaba bien, pero ella sabía que mentía. «Lucía, hija, no puedes vivir así», me decía con voz suave. «No puedes renunciar a ti misma por nadie».
Pero ¿cómo hacerlo? Sergio era todo para mí. Habíamos soñado juntos con una vida sencilla: un piso pequeño en Chamberí, un perro, quizás un hijo algún día. Pero ahora ese sueño se desmoronaba cada vez que él me miraba con desconfianza o yo sentía la culpa ardiendo en el estómago.
Una tarde de otoño, mientras paseaba por El Retiro con Marta, rompí a llorar. Me senté en un banco y le conté todo: las discusiones, las mentiras, el miedo constante a perderlo todo.
—Tienes que hablar con él —me dijo Marta, tomándome la mano—. No puedes seguir así. O encontráis una solución juntos o esto te va a romper por dentro.
Esa noche esperé a que Sergio llegara del trabajo. Tenía los ojos cansados y ojeras profundas. Me senté frente a él y le conté todo: mis visitas a casa de mis padres, mis llamadas con Marta, mi miedo a perderlos.
—No quiero elegir —le dije entre lágrimas—. No quiero tener que renunciar ni a ti ni a ellos.
Sergio guardó silencio durante un largo rato. Luego se levantó y salió al balcón. Oí cómo encendía un cigarro y suspiraba profundamente.
—No entiendo por qué te cuesta tanto ponerte de mi lado —dijo finalmente—. Ellos nunca me han aceptado.
—Quizás porque nunca les diste la oportunidad —le respondí con voz temblorosa—. Quizás porque siempre pensaste que estaban en mi contra.
Esa noche dormimos espalda contra espalda. El silencio era tan denso que apenas podía respirar.
Los días siguientes fueron aún más fríos. Sergio apenas me hablaba y yo me sentía invisible en mi propia casa. Empecé a preguntarme si el amor era suficiente para sostener un matrimonio cuando había tanto dolor de por medio.
Un sábado por la mañana recibí una llamada urgente: mi padre había sufrido un infarto. Corrí al hospital sin pensarlo dos veces. Cuando llegué, mi madre y Marta estaban allí, abrazadas y llorando. Me lancé a sus brazos y sentí que volvía a casa después de mucho tiempo perdida.
Sergio no llamó ni una sola vez para preguntar por mi padre. Esa noche dormí en casa de mis padres y sentí una paz que hacía meses no sentía.
Al día siguiente volví al piso para recoger ropa. Sergio estaba sentado en el sofá, mirando la televisión sin verla realmente.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.
—Mejorando —respondí—. Voy a quedarme unos días allí.
Él asintió en silencio. No intentó detenerme ni pedirme que me quedara.
Esa semana tuve tiempo para pensar. Pensar en lo que había perdido intentando complacer a todos menos a mí misma. Pensar en lo sola que me sentía incluso estando acompañada.
Cuando volví al piso unos días después, Sergio me esperaba con las maletas hechas.
—No quiero seguir así —me dijo—. No quiero ser el motivo por el que pierdas a tu familia.
Nos abrazamos largo rato antes de despedirnos. Lloré como nunca antes había llorado.
Hoy vivo sola en un pequeño estudio cerca del parque del Oeste. Veo a mis padres cada semana y Marta viene a dormir conmigo los viernes para ver películas hasta tarde. A veces echo de menos a Sergio; otras veces siento alivio por haber recuperado mi vida y mi familia.
¿Es posible amar sin perderse a uno mismo? ¿Cuántos sacrificios son justos antes de dejar de ser quienes somos? ¿Vosotros habéis tenido que elegir alguna vez entre el amor y la sangre?