Entre el trabajo y la soledad: Mi madre no quiere cuidar de mis hijos
—Mamá, por favor, solo te pido que recojas a los niños del colegio esta semana. No puedo salir antes del trabajo y… —mi voz temblaba al otro lado del teléfono, mientras miraba el reloj y sentía cómo el tiempo se me escapaba entre los dedos.
—Carmen, ya te lo he dicho mil veces. Yo ya crié a mis hijos. Ahora quiero descansar. No soy una niñera —respondió mi madre, con ese tono seco que últimamente parecía reservar solo para mí.
Colgué el teléfono y me quedé mirando la pantalla, como si esperara que de ella saliera una solución mágica. Pero no. Solo el silencio de mi piso en Carabanchel y el eco de las risas de mis hijos en la habitación contigua. Desde que Javier murió hace un año en aquella maldita curva de la M-30, todo se había vuelto cuesta arriba. El dolor era una sombra constante, pero lo que más me dolía era la frialdad de mi madre.
A veces me preguntaba si realmente era tan egoísta pedirle ayuda. ¿No era eso lo que hacían las familias? ¿No era eso lo que ella misma me había enseñado de pequeña? Pero cada vez que intentaba hablarlo con ella, la conversación terminaba igual: reproches, silencios incómodos y esa frase suya que me taladraba el pecho: “Yo ya hice mi parte”.
El trabajo en la gestoría tampoco ayudaba. Mi jefe, don Luis, era comprensivo hasta cierto punto, pero las facturas no esperaban y los clientes tampoco. Había días en los que sentía que iba a romperme en mil pedazos: salir corriendo del trabajo, recoger a los niños, hacer la compra, preparar la cena… Y luego, cuando por fin se dormían, el silencio. Un silencio tan denso que a veces me costaba respirar.
Una tarde, mientras recogía a Lucía del colegio, la profesora se me acercó con cara de preocupación.
—Carmen, ¿tienes un minuto? He notado que Lucía está más callada últimamente. ¿Todo va bien en casa?
Sentí un nudo en la garganta. No quería llorar delante de ella, pero tampoco podía mentirle.
—Estamos… adaptándonos. Desde que falleció su padre todo ha sido difícil —admití, bajando la mirada.
La profesora asintió con comprensión y me puso una mano en el hombro.
—Si necesitas ayuda… aquí estamos.
Pero yo sabía que no podía pedirle más a nadie. Ya había agotado todos mis recursos: amigas que también tenían sus propios problemas, vecinas mayores que apenas podían con sus propias vidas. Y mi madre… mi madre seguía cerrando la puerta.
Una noche, después de acostar a los niños, decidí ir a verla. Caminé hasta su piso en Lavapiés bajo la lluvia fina de noviembre. Cuando abrió la puerta, me miró sorprendida.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—Necesito hablar contigo —dije sin rodeos—. Mamá, estoy al límite. No puedo más sola. Los niños te necesitan. Yo te necesito.
Ella suspiró y se apartó para dejarme pasar. Nos sentamos en la cocina, frente a frente como dos desconocidas.
—Carmen, yo también estoy cansada. Toda mi vida he trabajado y ahora quiero vivir tranquila. No es justo que me pidas esto —dijo sin mirarme a los ojos.
—¿No es justo? ¿No es justo que te pida ayuda cuando más lo necesito? —mi voz se quebró—. ¿Acaso no somos familia?
Mi madre se quedó callada un momento. Luego se levantó y empezó a preparar una tila.
—Tú siempre fuiste fuerte —murmuró—. Siempre saliste adelante sola.
—Pero ahora no puedo —susurré—. No puedo más.
El silencio volvió a instalarse entre nosotras. Me fui de su casa con el corazón aún más pesado. Esa noche apenas dormí.
Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas agotadoras: madrugar, vestir a los niños, correr al trabajo, sentirme culpable por no estar con ellos y culpable por no rendir lo suficiente en la oficina. Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché a Pablo llorar en su habitación porque echaba de menos a su padre. Me senté en el suelo de la cocina y lloré con él.
Un sábado por la mañana, mientras intentaba ayudar a Lucía con los deberes y tranquilizar al pequeño Diego que no paraba de llorar por un juguete roto, sentí que todo se desmoronaba. Cogí el teléfono y marqué el número de mi madre una vez más.
—Mamá… —dije entre sollozos—. Por favor.
Esta vez hubo un silencio largo al otro lado.
—Venid mañana a comer —dijo finalmente—. Pero solo mañana.
Colgué sin saber si sentir alivio o más tristeza aún. Al día siguiente fuimos todos juntos a su casa. Los niños corrieron a abrazarla y ella les preparó su tortilla favorita. Por unas horas sentí algo parecido a la paz.
Pero al despedirnos volvió a dejarlo claro:
—No os acostumbréis. Yo ya he hecho bastante por esta familia.
Volvimos a casa bajo el cielo gris de Madrid. Los niños iban contentos; yo sentía un vacío aún mayor.
A veces me pregunto si algún día podré perdonarla por no estar cuando más la necesito. ¿Es egoísta pedir ayuda a quien te trajo al mundo? ¿O es egoísta negarla cuando sabes que tu hija está al borde del abismo?
¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Hasta dónde llega el deber de una madre?